Será porque viví los primeros doce años de mi vida en una dictadura. Será porque, aunque apenas me rozó, pesaba en el ambiente una carga gris y plomiza. Será porque en aquella televisión entre el blanco y negro y el color comenzaba a escuchar y ver cosas que hasta entonces no había escuchado y visto.
Será porque las paredes de la ciudad aparecían empapeladas de la noche a la mañana y porque sus calles comenzaron a llenarse de ciudadanos que reclamaban cosas. Será incluso porque la incertidumbre reflejada en la cara de mis mayores anunciaba tiempos distintos. Será por lo que sea, pero recuerdo los meses previos a aquel lejano diciembre de 1978 con una emoción que un chico de quince años era incapaz de explicar entonces.
Y será porque después fui conociendo la magnitud y profundidad de la represión de un régimen cruel, que retrasó el reloj de nuestra historia y mutiló los sueños y la libertad de varias generaciones de compatriotas, entre ellas, la de mis padres. Y será porque fui conociendo las fuerzas tectónicas que hubo que vencer para enterrar aquella dictadura y cimentar la democracia.
Y será porque he sido testigo en mi vida adulta de cómo hemos ido conquistando libertadas y derechos que ni sus autores pudieron imaginar que cupieran sin que estallasen sus costuras. Será por lo que sea, pero me siento orgulloso de la Constitución que hace cuarenta años nos aprobaron otros españoles.
Es evidente que debe ser reformada, no solo para adecuarse a las nuevas realidades de un mundo que ha cambiado vertiginosamente en las últimas cuatro décadas sino también para consolidar los derechos y libertades conquistados hasta hoy y evitar tentaciones reaccionarias.
La única duda que puede cabernos es si esta generación de políticos será capaz de construir consensos que permitan alumbrar un texto que perfeccione la democracia que alumbró aquella generación de políticos hace cuarenta años, en unos tiempos peores.