Educación en valores

Una democracia sin valores no es digna de tal nombre. Una democracia sin que brillen por su presencia y realización las cualidades democráticas no es una verdadera democracia. 
Y hoy no es necesario ser un lince para caer en la cuenta de que es menester recuperar estos valores y esas cualidades para el ejercicio de la política y de otras actividades humanas, dominadas en no pocas ocasiones por la mentira, el engaño, la apariencia, o el aprovechamiento y, también, por su supuesto por esa “astucia” que a tantos y a tantos les conduce a estar siempre, contra y viento y marea, en el vértice, en la cúpula.   
En esta tarea, difícil, debe ocupar un lugar central un sistema educativo coherente. Aristóteles ya lo decía en su “Política” al señalar las formas o remedios para recuperar las situaciones de estabilidad política: “... es de la máxima importancia la educación de acuerdo con el régimen, que ahora todos descuidan, porque de nada sirven las leyes más útiles, aún ratificadas unánimemente por todo el cuerpo civil, si los ciudadanos no son educados y entrenados en el régimen...”. 
Es decir, la educación en los valores propios del sistema democrático es una condición de estabilidad política y, lo que es más importante, permite que esos valores se manifiesten en la sociedad y se “interioricen” y se “vivan” por la mayoría de la ciudadanía.   
En este marco, habría que preguntarse hasta que punto se explican los valores de la libertad, de la responsabilidad, de la igualdad, de la transparencia, de la honestidad, de la integridad, en escuelas y en todos los grados del escalón educativo empezando por el familiar, que es el contexto más adecuado para ejercitarse en los hábitos democráticos. La respuesta a esta cuestión no podemos contestarla en este momento, porque excede de esta breve reflexión, pero es fundamental. 
Es quizá mejor analizar el papel que los Gobiernos están asignando a la educación, a la televisión o a la familia. El resultado no es más que la lógica consecuencia de las políticas que se practican, sobre todo si tenemos en cuenta que la pasada por el Estado del Bienestar, en su versión estática, ha traido consigo un progresivo debilitamiento de la sociedad civil y,  en todo caso, una merma preocupante, una sistemática  anulación de la iniciativa privada, un ataque frontal a la responsabilidad personal.   
Se dirá, por ejemplo, que la solución pasa por el ejercicio de las virtudes públicas pero lo cierto, como señalara Wolfe, es que no debemos dejar aisladas la dimensión pública y la privada de la persona sino tender un puente que las una. Porque la Ética que puede coadyuvar a que la situación cambie sustancialmente es una Ética que se apoye en el ejercicio de actos personales orientados por la recta razón hacia los valores democráticos.   
Es necesario que las sociedades democráticas velen por el desarrollo de las virtudes públicas, y también por las privadas, pues no conviene olvidar, como nos recuerda Lamberti, que el Antiguo Régimen fracasó precisamente por la degradación de las hoy tan cacareadas virtudes públicas.   
Una forma de defensa de la democracia parte de la necesidad de enseñar a los ciudadanos a salir de sus asuntos privados para combatir esa  tendencia al aislamiento y conseguir que los hombres y las mujeres encuentren en las instituciones intermedias un espacio de libertad, una ocasión para la elevación moral y una defensa inexpugnable frente a la presión, hoy casi asfixiante, de unos poderes, públicos y privados, que quieren, a toda costa, controlar la vida de las personas con el fin de la perpetuación en la cúpula.   
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de Derecho Administrativo 
@jrodriguezarana

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