Anuncian lluvia de estrellas, corremos a encender el cielo apagando las luces y nos disponemos a contemplar el espectáculo de un hemisferio mudo y quieto en el bello titilar de estrellas y constelaciones. De pronto, en algún lugar de él, se rebela un trazo de luz tan intenso como breve. Nos electriza de emoción, tanta que gritamos “¡mira, mira!, ¡es enorme!”. Aviso que siempre llega tarde. Pero qué importa, de inmediato es tu compañía quien lo ve y te la anuncia. Y tú miras en la dirección de su grito, sin alcanzar tampoco a verla.
En esa sucesión de desencuentros nos vamos encontrando para una alabanza capaz de describir lo que hemos visto sin ser visto por los demás. Esa es la magina de la Perseidas, alcanzar a ser tantas como ojos se citan en la cúpula del cielo para el disfrute de esa pasión sin testigos ni fedatarios. Lo fugaz nos encandila, porque somos fugaces, y en ese ser nos reconocemos magníficos. Aunque nadie lo vea, aunque nadie sea consciente de ello. Aunque pase desapercibido a cuantos nos rodean. No hay testigos, pero eso qué importa, la inmediatez y lo efímero de la acción, dan fe, y es que quizá no afirmen pero tampoco niegan.
Nos mata, esa sí, la permanencia, porque ella no denuncia irremediables, tanto como imposibles. Lágrimas de San Lorenzo, entonces, eso somos, calcinados por dentro y por fuera por la fe. Ese ser de permanencia a prueba de fugacidad que nos abroga y quiebra en el ser y en el estar.