Tonto el último

La última vez que estuve en España tuve que renovar mi DNI en la comisaría de policía. Allí se había formado un nutrido grupo de gente sin cita previa, entre los que me encontraba. Al llegar, junto a mi novia, observamos que había una fila en el lado derecho de la escalinata de entrada, la cual esperaba pacientemente que se abriese la puerta. Justo al lado, grupos de gente variopinta se dispersaba a lo largo y ancho de la misma escalinata, con actitudes muy diferentes, aunque suscitando todos la misma pregunta a los ordenados integrantes de la fila de la derecha: ¿qué hace toda esa gente ahí?
En un determinado momento de la espera, el grupo disperso se levantó y se acercó a la puerta, adelantando por la izquierda al grupo de la derecha en el que yo ya llevaba unos veinte minutos. Lo cierto es que yo encontraba mucho más lógico seguir la fila que habíamos encontrado al llegar, en lugar de ocupar una mínima porción en aquella nube de Bohr de la izquierda. No obstante, también era cierto que nadie había salido a indicar lo que había qué hacer, dónde debíamos esperar, ni existía un solo indicativo que lo mencionase. Pocos minutos después del acercamiento del grupo de la izquierda a la puerta, una mujer de la derecha avanzó igualmente, junto con otras personas, de tal manera que se rompió la integridad de la fila  para dar paso a un  pequeño tumulto en las inmediaciones de la puerta. Alguien se quejó diciendo que no era posible que la gente que seguía llegando se colase por la izquierda. Entonces, la mujer que se había deslindado de la fila, miró a uno de los que protestaba y le dijo: “a mí tampoco me gustaría tener que hacerlo, pero, si lo hace todo el mundo, yo no voy a quedar de tonta”. Finalmente, se abrieron las puertas y un cansado y viejo policía salió a ordenar un tanto la entrada, aunque sin evitar que muchos de los “listillos” que habían llego por la izquierda pasasen antes.
“A mí tampoco me gustaría tener que hacerlo, pero, si lo hace todo el mundo, yo no voy a quedar de tonta”. Esa  era la frase resonaba en mi cabeza. Todo había sido un cúmulo de despropósitos desde nuestra llegada a la policía. El que nadie informase, el que no hubiese un triste papel que supliese las indicaciones de un funcionario en horario de descanso, el que no se previera aquella heterogeneidad de personas desorientadas frente a la puerta, era un testimonio claro de ineptitud y desinterés institucional. Pero el escuchar explicaciones como la de aquella señora, compartida seguramente por un buen número de los allí presentes, era una confesión de la miseria ética y del fracaso colectivo del país. Un país no lo hacen quienes lo gobiernan desde las esferas de la representación que todos conocemos, sino quienes lo gobiernan desde su mínima parcela de poder que les hace ser algo más que súbditos.
Hablamos de ciudadanía y de libertad, pero si esa libertad de la que se habla (libertad de turbamulta) no lleva más que a la astucia, a la picaresca y a la mendicante e insolidaria búsqueda del beneficio propio en este estado del “sálvese quien pueda” y “tonto el último”, entonces prefiero la esclavitud que, al menos, me haga consciente de la obligada rebeldía, de la justa sedición y del legítimo desprecio. ¿De qué podemos quejarnos en un país donde un cuantioso número de gente ha interiorizado tanto y tan bien durante siglos la argucia del tramposo? El comentario de esta señora me recordó otra frase que había escuchado, años atrás, a un grupo de personas que observaban en Madrid cómo la policía apartaba a manotazos a un grupo de viandantes que no se habían percatado de que allí iba a detenerse Cristina de Borbón para ir a una fiesta. “Así debe ser”, había dicho una de las personas de aquel grupo, con el asentimiento del resto. No sé qué pensarán ahora que la susodicha se encontró a las puertas de una imputación de tráfico de influencias, retirada en el último momento - ¡nobleza “obliga”!-. Probablemente, piensen lo mismo: “¡Así debe ser!”. Pero si así debe ser, cómo podemos sorprendernos de que las cosas vayan en España como van.
Al final, mi novia y yo entramos en la comisaría, después de un par de horas yo logré renovar mi carnet y salí de allí muy contento de que la renovación fuese por diez años para no tener que volver a presenciar directamente aquella miseria institucional y aquel desmoronamiento colectivo.  

 

Tonto el último

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