Tres son las principales posiciones en lo que al tratamiento ético/jurídico de la eutanasia se refiere. Por una parte, la de asociaciones partidarias de la misma como derecho individual y no sólo en el final de la vida. Por otra, una menos radical, que defiende una muerte médicamente asistida o ayudada, informada, elegida y en paz, pero sugiere la despenalización para quienes la practiquen o colaboren (artículo 143.4 del Código Penal). Si no hay culpa para nadie, ello equivaldría en la práctica a una legalización. Y finalmente, la de quienes se oponen.
En realidad, solo estos últimos plantean como alternativa los cuidados paliativos integrales –también para familiares próximos– y de calidad en el final de la vida del enfermo terminal; una asistencia que si bien está cada vez más presente, todavía no llega ni al 50 por ciento de la población que la necesitaría.
Los pocos partidos políticos que hoy se interesan por ese bien jurídico de primer orden cual es la vida, tienen aquí un ancho campo de actuación. Porque en tal extrema situación el paciente no quiere morir; lo que quiere y pide es no sufrir. No hay, por otra parte, demanda social para la eutanasia, por mucho que Pedro Sánchez se empeñe estos días en meter el tema en campaña como reclamo progresista.
Desde el punto de vista internacional casi todos los países la prohíben y ni siquiera la regulan específicamente, sino dentro del más amplio marco del castigo a las conductas de colaboración al suicidio ajeno o al homicidio a petición. En los de nuestro entorno sólo Holanda, Bélgica y Luxemburgo han aprobado leyes que la permiten y, como en el primero de ellos, después de cincuenta años de intenso debate jurídico, médico y social.
Porque esta cuestión es todo, menos sencilla. Entre otras cosas, porque en muchas ocasiones y en tales momentos las fronteras entre la vida y la muerte se presentan muy difusas. Por eso, ¿qué ha de entenderse por eutanasia?; ¿ha de ser ésta única y exclusiva para situaciones últimas?; ¿qué significa morir con dignidad?; ¿qué rasgos definen al enfermo terminal?; ¿qué capacidad de decidir tiene una persona al borde la muerte?; ¿qué papel deben cumplir el Estado y el Derecho para preservar toda una serie de valores que están en juego y establecer una jerarquía entre ellos?
Lo que parece más claro es que en nuestro ordenamiento jurídico la vida no es disponible por parte de su titular. Según el Tribunal Constitucional (1990) no hay un derecho a la propia muerte. Y un poco sucede lo mismo en el tratamiento internacional de los derechos humanos: no existe un derecho a disponer de la propia vida.
La experiencia holandesa ha demostrado, por su parte, que abrir una excepción puede conducir a otras semejantes y mayores, inicialmente no previstas. Es lo que se conoce como la peligrosa “pendiente resbaladiza'.