La lejana presencia

rozo un tema tabú para los tiempos que corren. Algunos me llamarán incorrecto por plantearlo. Hablo de ese concepto endiablado –la familia– que pertenece a la intimidad de cada uno y debería guardarse bajo las siete llaves que Joaquín Costa quería para el sepulcro del Cid.
Acaso estos peligros de la institución derivan del protagonismo femenino de hogaño. Amiel aseguraba que en los vestidos de las madres radicaba su salud o perdición. Conclusión exagerada posiblemente pero con ribetes del ethos griego como manera de ser ciudadano. Indago el galimatías pensando en la galimatías pensando en la validez de la pareja y sus hijos. De un lado, porque se huye de ceremonias religiosas y civiles, incluidos los “arrejuntamientos”; y del otro, porque proliferan divorcios, separaciones y estricto control de nacimientos. Ignoro si nuestros antepasados eran mejores, tenían espíritu más solidario o la ley de bronce de salarios emergió con singular violencia en el mercado de trabajo.
Sin embargo, yo soy ave raris en estos días de estupor. Pertenezco a esas hordas, clanes, tribus, familias gozosas en sus luces y sombras. Tanto mi santa como yo descendemos de familias coruñesas fieles a sí mismas con todos los avatares que las criaturas humanas llevan consigo. Nos conocimos quinceañeros- ella calcetines, yo pantalón “bombacho”-, casamos, hemos tenido cuatro magníficos hijos y siete brillantísimos nietos. Tres generaciones estupendas que completan la singlatura vital del eterno regreso a la infancia y a nuestra urbe de mares de esquina.
Y sobre un taquillón, adornado el pasillo con reloj inglés que masculla campanadas de Ave María o Westminster, figura un libro excepcional, hecho por Hofman, donde sobresalen colección de fotografías familiares. Ilustraciones muy bien captadas, variadas- con testimonios onubenses de postín, Irene y Jesús- que llenan cualquier complacencia. Una lejana presencia, un pasado cercano, una eternidad que gira como una noria...

La lejana presencia

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