que un error involuntario y subsanable, dijo Pedro Sánchez, forzado por los chicos de la prensa a hablar sobre lo que copió, y no citó, en su libro, que venía a unirse a los presuntos plagios en su tesis doctoral. Todos los errores son, por definición, involuntarios, si es que son de verdad errores; y casi todos son subsanables, pero no simplemente qcon una segunda edición de un libro que no la merece. Subsanar un error a veces te lleva una vida y, en todo caso, la reparación ha de ser superior a los límites del error mismo, porque los efectos de la onda expansiva de la piedra lanzada al estanque han sido ya mayores que el propio lanzamiento de la piedra, digo de la tesis, digo del libro con quinientas malditas palabras copiadas a mi, por otro lado, viejo conocido el embajador Manuel Cacho.
Al fin y al cabo, ya que hablamos de subsanar, el propio Cela fue acusado, con pruebas suficientes, de plagiar una novela, modificando someramente su versión, con la que, por cierto, le dieron un importante galardón nacional. Y luego, ya ven, hasta una Universidad tiene el nombre de Don Camilo, precisamente esa universidad, casualidades de la vida, ante la que Sánchez leyó la tesis doctoral más famosa de la Historia contemporánea.
Y ahora nos hacemos todos lenguas de la magnitud de la obra de Felipe González y Aznar. Los dos hombres que más se han odiado a lo largo de los tiempos aparecieron relajados, bromistas y casi amigos en un coloquio montado por un importante diario para contribuir a los fastos del 40 aniversario de la Constitución. Pelillos a la mar, hemos olvidado cosas como la guerra de Irak, aquella en la que la posición española escandalizó a la opinión pública, algo que, cuando un servidor se lo dijo al entonces presidente del PP y del Gobierno durante un almuerzo en la Moncloa, provocó una respuesta memorable de Aznar: “propio es del estadista saber desafiar a la opinión pública cuando conviene”, me dijo.
Y de González hemos preferido olvidar muchas cosas también, al margen de su trayectoria paraempresarial. Por ejemplo, aquello de que “si yo tuviese dinero, invertiría en Bolsa”. Pero si el presidente del Ejecutivo, que hace y deshace leyes, vidas y haciendas, juega en Bolsa, ¿cómo podría evitar utilizar su conocimiento privilegiado para hacerse con unos ahorrillos?
Lo que ocurre es que, en este tiempo, hemos aprendido mucho. Lo de la información privilegiada, el tráfico de influencias, el cuñadismo, las puertas giratorias y todo eso que, cuando salíamos de la dictadura e incluso años después, no parecía demasiado importante, aunque en Estados Unidos esos pecadillos te podían costar hasta veinte años de cárcel.
Ya digo: lo que entonces era peccata minuta ahora, tiempo y corruptelas después, resulta algo más serio, en lo que nadie osaría incurrir, al menos mientras el respetable público pudiese enterarse. Y esa vacuna se extiende a la lamentable vida académica de nuestros políticos en general, que ven sus cetros, tan laboriosamente conseguidos, tambalearse por un quítame allá este master, o esta tesis, o este opúsculo –perdón, libro–, o este doctorando, algo tan sin importancia como tener un papel orlado en la pared del despacho y una línea más en el curriculum de la web del partido.