La rabia

Hay personas que no les preocupa demasiado lo que pase a su alrededor. Y hay otras que andan despistadas, como si con ellas no fuera la cosa. Pero también las hay que les inquieta lo que está pasando, que sufren cierta rabia contenida. 
La sienten cuando ven gente que sigue votando una y otra vez a los mismos corruptos, como si tener ese cartel añadiera más méritos al candidato. 
Sienten rabia cuando escuchan llamar luchadores a los yihadistas, por el mero hecho de estar ayudando a derrocar gobiernos que no son afines a ciertos intereses. O cuando un periodista entra en el consulado de su país y no sale vivo de él, como le sucedió a Jamal Khashoggi. 
Sienten rabia cuando los poderes bendicen democracias o referéndums de dudosa legitimidad, y, sin embargo, condenan otros que han sido abalados limpiamente por las urnas. O cuando algunos gobernantes venden su país a los mercados a precio de saldo o lo entregan directamente a los fondos buitre. 
Sienten rabia cuando una manada de neandertales viola una muchacha indefensa, enterándose después por los periódicos que, además, algunos de esos “héroes” eran soldados o agentes de la autoridad. 
Sienten rabia cuando un cineasta ucraniano utiliza el festival de cine de San Sebastián para abogar por la libertad de un compatriota suyo, condenado injustamente según él en Rusia, y, sin embargo, ese mismo cineasta es incapaz de denunciar la arbitraria condena que la justicia de su país le impuso a una diputada del suyo, o que silencia los crímenes cometidos por las milicias nazis en las regiones separatistas en el Este de ese país. 
Sienten rabia cuando los que dicen ser demócratas son capaces de aplaudir golpes de Estado. Como el que tuvo lugar en Brasil, que sin pruebas razonables y con la ayuda de los holdings mediáticos nacionales, el senado logró destituir a la presidenta. O cuando en ese mismo país se encarcela a un ex presidente, utilizando pruebas que no serían admitidas en ningún Estado democrático serio. 
Sienten rabia cuando nadie dice ni pío para que se ponga un alto en la venta de armas a regímenes y gobiernos que se sabe que las utilizarán para masacrar civiles. O cuando se llevan a cabo intervenciones militares maquilladas, diciendo que son para imponer la democracia o para sacar del poder a un dictador, cuando en realidad son para defender intereses petroleros. 
Sienten rabia cuando la Corte Internacional de Justicia no sirve a los intereses de la justicia universal, como sería deseable, sino que es utilizada en algunos casos como instrumento político, donde solo arrestan, enjuician y condenan a nacionales de estados débiles o fallidos. 
Sienten rabia cuando alguien viaja a otro país para adoptar un hijo y, sin embargo, se olvida de los orfanatos existentes en el suyo. O cuando el adoptado es devuelto al país de origen como si fuera una mercancía defectuosa.
Sienten rabia al contemplar tanto despilfarro de alimentos en las sociedades desarrolladas, donde se malgastan los recursos de todo el planeta, y, sin embargo, ningún gobierno hace nada para aliviar la hambruna y la desnutrición que afecta a millones de personas en el mundo menos desarrollado. 
Sienten rabia al ver a miles de mujeres maltratadas, torturadas y asesinadas. O por tantos abusos económicos, por tanta perversidad, tanta violencia y tanta maldad en nuestras sociedades, que algunos llaman con gran desparpajo “civilizadas”. 
Sienten rabia por una larga lista de desatinos y despropósitos que en vez de disminuir sigue ampliándose. Rabia por tantas atrocidades que se cometen en nombre de Dios, la patria, la democracia, los derechos humanos o de quién sea. Rabia por tanto relato vacio y engañoso, por tanto cinismo, tanta desvergüenza y tanta hipocresía.
Es una rabia que sienten demasiadas personas, aunque no las suficientes como para poder parar esta locura. Porque si hubiera suficientes millones de esas rabias, igual la suma de todas ellas podría inclinar la balanza en favor de un entorno más agradable y habitable. Un hábitat que finalmente pudiera provocar algunas menos rabias.

La rabia

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