EL CEMENTERIO DE PORTELA

Ya que los gallegos, en líneas generales y salvo pírricas excepciones, vivimos como podemos, no nos hace ni pizca de gracia que no nos dejen morir y pudrirnos como queremos.

Ahora que andan los camposantos llenos de vida y flores, saltan a algunas portadas las imágenes del invento que a César Portela le ha salido allá por el fin del mundo y que está resultando tan vistoso como inútil. Porque aquí nadie se muere de diseño.

Que para eso de largarnos al más allá también somos muy nuestros y muy tradicionales.

No hace tanto que una vez al mes picaba en todas las puertas “el del Ocaso”. No era ningún seguro de vida ni de decesos. No era la mensualidad de una póliza negociada con un corredor. No. Era “el del Ocaso”, que venía a cobrar el recibo del pasaje al otro mundo. Incluía caja, esquela, corona funeral con cura y tanatorio en Pompas, que, como la tele, no había otro.

Los nichos eran cosa de pobres. Los ricos preferían ir al cielo más derechitos con una capa de tierra encima, y buen roble forrado de terciopelo rojo.

La gente sabía con cincuenta años de antelación adónde irían a parar sus huesos. Una parcelita en San Amaro era más patrimonio que un piso en la Sexta del Ensanche. Cuarenta misas de ánimas engrasaban las bisagras de la trampilla a la salvación.

Aunque la cosa va cambiando, nos sigue costando morirnos. Los crematorios ganan terreno, pero las flores siguen disparándose en días como estos. Somos capaces de pagarle lo que no está en los límites del abuso a una tipa que asegura que habla con los del más allá, pero necesita intérprete para entenderse con los de acá.

Seguimos estampando nuestros nombres en letras brillantes sobre fríos y lujosos mármoles, con la esperanza de que cuando vengan a repartir pasajes para el Paraíso, el cartero sepa donde entregar los paquetes.

En las ciudades el cemento y las distancias van socavando estos arraigos, pero en los pueblos todo el mundo sabe que el nivel se mide por la categoría de la orquesta en las verbenas, y lo cuidado y flamante que esté el cementerio.

Por eso el camposanto de Portela no tiene donde caerse muerto. Porque hay que andar muy vivo para dejar que Juila Ares encastre tus cenizas en una de sus obras de arte, en lugar de acabar tus días en una urna de latón entre la paloma de Sargadelos y tomo diecisiete de la Gran Enciclopedia Ilustrada Espasa.

Aquí se muere de toda la vida. Con velo, rosario y plañideras. En nichos perfectamente cuadrados y pintados a brocha. Con lápidas selladas con papel de periódico. Y sin que Mariano nos toque el puente, que los vivos queremos descansar en paz.

EL CEMENTERIO DE PORTELA

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