Del muy honorable al muy execrable. Nadie ha ejercido peor una magistratura que el patético Puigdemont tras la secesión soñada de Cataluña. Mucho defensor de las Ramblas, combatiendo a la sombra bajo nubes de esteladas, cuando estaba confortablemente bajo la protección de sus guardaespaldas y mosos de escuadra, pero ahora todo es distinto y distante por aplicación del 155. Ya Cervantes aseguraba que en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha. Esa ventura política que el muy cobarde acobardado presidente ha dejado correr hasta la cloaca del descrédito personal. Un hombre de estado, pero sin Estado, porque lo ha perdido en una frágil partida de dados en cuanto se enfrentó a la España integradora y total. Él y los suyos, como los súbditos del Imperio de Pompeya, han preferido ser cobardes vivos que héroes muertos.
La saga-fuga de Puigdemont, con reminiscencias de nuestro Torrente Ballester y su pueblo levitando a las alturas, evoca la errática política catalana de los últimos años. Su chirriante locura, odio y desprecio de la realidad y de los conciudadanos que opinaban diferente. Un destino desatinado por obra de un carnaval de despropósitos friki. Hay que tender puentes de plata al enemigo que huye pero sentimos vergüenza ajena por su escapatoria a Bélgica, mientras pedía a sus obligados cómplices de nómina mensual resistencia numantina. Víctima de su propia soberbia e ineptitud. Un personaje esperpéntico que Valle-Inclán exhibiría (cobrando, naturalmente) por todas las ferias de España. La función ha terminado. Desciende el telón. Salen los espectadores. Se apaga la luz. Un reguero de confetti invade pasillos, palcos y butacas aplicados al adalid de “Els segadors”: cobarde, pusilánime, tímido, gallina, acollonado, acoquinado, amilanado, achicado, desfallecido, capón, mandilón, temeroso, miedoso, lerdo, blando, pendejo, cagón, etc.
La ridiculez carece de grandeza.