Lo tengo muy claro. Estoy seguro de que ustedes hicieron muchas locuras por amor. Y yo no iba a ser una excepción. Cómo han pasado los años, nos recuerda la canción de Rocío Dúrcal. Es cierto. Atrás, muy atrás, quedan pasiones, ilusiones, alegrías y lágrimas, muchas de ellas, repletas de emoción. Pero qué sería la vida sin equivocaciones. Lo he contado más veces. Y me enorgullece hacerlo. Es tiempo de amor. San Valentín está presente. Y es que después de tantos años, quedan entre mis canas, cada vez más, razones para recordar.
Los tiempos cambiaron. Supongo que para bien. Pero se puede soñar e incluso uno puede inspirarse en una de las fechas cumbre del calendario para no olvidar, si bien este San Valentín tiene unas connotaciones políticas que mejor obviar. Toca reinventarse y, por tanto, renacen económicas maneras de celebrar el día de los enamorados. Una simple carta, una escueta nota, por qué no, sobre la almohada o junto al café de primera hora, o quizá pegada al ordenador cuando mi mujer, con la que mantengo un idilio que dura más de medio siglo, acude a interesarse por la actualidad del día, tiene un valor sentimental impagable.
San Valentín puede seguir celebrándose a un módico precio. Todo vale. Viajes, poemas, canciones de amor, un baile, besos, cenas románticas… San Valentín recupera su esencia. Tampoco somos ni Romeo ni Julieta. No hemos muerto por amor como cuenta la tragedia de Shakespeare. Resistimos.
Recuerdo nuestro primer contacto cuando jugábamos a ser mayores. Éramos la sombra el uno del otro. Nuestro primer baile. Las citas con aquella niña pecosa que tenía revolucionadas mis neuronas. El fútbol acabaría llevándome lejos de A Coruña. Tenía un miedo atroz al avión, pero cada vez que podía, me plantaba en A Coruña. Una vez. Y otra. Aquello no podía acabar de otra forma y llegó el sí quiero. Más tarde, la mili por Marina sin llegar a subir a una lancha. Resulta antológico. Y hoy, con toda la experiencia que te dan los años, junto a los hijos y nietos, San Valentín siempre está presente.