E l 20-D marca un antes y un después en el sistema bipartidista español. Sin duda alguna, si la tendencia electoral se mantiene en el tiempo –lo cual es probable– será el fin definitivo de la bicefalia política.
Lo curioso es que tanto el PP como el PSOE reclaman ser ganadores, uno porque fue el partido más votado y el otro por quedar de segundo. La realidad aritmética nos dice que ambos sufrieron un descalabro, aunque lo del PSOE fue una auténtica debacle. El castigo al PP, teniendo en cuenta sus “méritos”, no fue tan monumental. Los casos abiertos por corrupción, además de las políticas duras de ajuste, no le pesaron una factura demasiado elevada. Por lo tanto, a pesar de la pérdida de votos, que fue grande, no sufrió los terribles daños del PSOE.
La gran hecatombe, aunque el señor Pedro Sánchez quiera maquillarla, disfrazarla o distorsionarla, la sufrió su partido. Hay que tener en cuenta que el PSOE tiene hoy sólo 90 diputados, rompiendo –para abajo, claro– la barrera psicológica de los 100. Lo cual significa, que le pasó por encima un tsunami político. Aunque lo peor, si en su dirección no se ponen las pilas, le puede estar por llegar. La cuestión es grave para el partido que fundó el otro Pablo Iglesias en el siglo XIX. Entonces, ¿qué estrategia podría utilizar para salvarse? ¿Con quién debe o no debe pactar? ¿Qué pacto le puede perjudicar más? ¿Sale ganando no haciendo ninguno? La cuestión es complicada.
Hay voces en el PSOE –y también en el PP– que piden un “arreglo” a la alemana. Es decir, un gran pacto PP-PSOE para hacer gobernable –según algunos– este país. El problema es que España tampoco es Alemania. Aquí las cosas funcionan de otra manera, empezando que la percepción popular que hay de la derecha y de la izquierda no es la misma que la que existe en Alemania. Por otro lado, existe el componente individualista, todos aspiran a ser líderes, quieren el poder por encima de todo. Si no lo obtienen se dedican a hacer la “guerra” al otro. El “otro” puede ser incluso el propio partido. Pero el problema más agudo, quizá el más grave, es que no existe un sentido real de país, de patria común.
En todo caso, si el PSOE pactara con el PP, el electorado de izquierdas lo percibiría negativamente; casi seguro que sería el fin de los socialistas. También es cierto que si lo hiciera con Podemos le podría ocurrir lo mismo. Un pacto con este último obligaría a los socialistas a moverse hacia la izquierda, lo cual, estaría en franca contradicción con la gran banca y otros poderes financieros a los cuales les debe fidelidad absoluta. Además, los socialistas correrían el riesgo de ser fagocitados por Podemos.
Aunque bien es verdad que ese riesgo también lo correría el partido de Pablo Iglesias, no olvidemos que la izquierda española fue absorbida por el PSOE después de la transición. De todas maneras, las circunstancias no son las mismas, ahora son diferentes. Por el contrario, Podemos trata de ocupar el espacio socialdemócrata, espacio que fue abandonado por los socialistas hace tiempo. Esa podría ser la gran baza de Iglesias en lo ideológico, no así en la construcción del Estado “plurinacional”. De dudosa viabilidad.
Resumiendo, quizá la postura menos mala para el PSOE fuera la de quedarse en tierra de nadie, en una zona “desmilitarizada”. Aunque apoyando la gobernabilidad del país. Pero dudamos que las ambiciones políticas del señor Pedro Sánchez lo permitan. En todo caso, haga lo que haga, el PSOE lo tiene difícil.
Bien mirado fue el gran derrotado en estas elecciones. Su futuro dependerá mucho de cómo sus dirigentes muevan las piezas en el tablero ibérico. Antes que nada deberían entender que las cosas han cambiado, que ni la sociedad ni las circunstancias son las mismas de hace unos años. Si no quieren verlo así, entonces es que no entienden nada de lo que ocurre.
En todo caso, lo sucedido el 20-D es la lógica reacción de una sociedad cansada de un bipartidismo que se divorció hace tiempo de ella. Por tanto, como es natural, le está ajustando cuentas. Sobre todo a los socialistas.