Todos iguales ante la lenta justicia

No deja de tener cierta coña ver cómo los políticos, a medida que sus nombres aparecen en las listas de imputados, insisten una y otra vez en pedir celeridad a la justicia. Primero dicen respetar la decisión y, acto seguido, urgen al juez para que, lo antes posible, haga que sus nombres dejen de aparecer en los medios de comunicación, señalados con el siempre molesto dedo de la sospecha.
La gracia de este anhelo es que la premura la exigen como si los jueces se estuvieran tocando las narices en sus despachos, dejando que los casos se les acumulen sobre sus mesas mientras gastan su tiempo en cualquier menester.
Si los políticos no anduvieran tan liados en otros asuntos, tal vez se habrían parado a pensar en las necesidades que tiene la justicia en este país y tal vez también habrían encontrado el modo de evitar el colapso de un sistema que hace aguas por todos lados. Porque, en realidad, quienes padecen la paralización de los tribunales son, en primer lugar, quienes trabajan en ellos y, en segundo (y no necesariamente en este orden), los ciudadanos que ven cómo cada vez que un pleito se cruza en su camino, la resolución del mismo se eterniza hasta el infinito.
Por ello, es cuando menos paradójico que quienes son los responsables últimos de que la justicia en España  sea menos justa por las dilaciones que se les imponen a los imputados y procesados, sean los primeros en pedir celeridad.
Si se analiza un poco por encima el modelo judicial, se encuentran paradojas como sistemas incompatibles entre comunidades autónomas, plazas de jueces sin cubrir, juzgados aprobados y nunca puestos en marcha, ausencia de traductores, de funcionarios, por faltar hasta faltan fotocopiadoras, folios o grapas.
Con este panorama, no es extraño que un mismo caso pase por las manos de tres o cuatro instructores a medida de que, con el tiempo, unos vayan escapando hacia plazas menos comprometidas y sus sustitutos manejan la herencia con más o menos diligencia a la espera de que el sistema les dé la patada hacia arriba que también a ellos los libere del inframundo en el que se ven obligados a desarrollar su labor.
Tal vez si los jueces se decidieran a aplicar la prisión preventiva a cada político que comparezca en sus despachos, sus electas señorías se pusieran manos a la obra para arreglar esta situación en lugar de urgir a los jueces a que rematen pronto la faena.
Por suerte, al menos en esto, se cumple aquello de que todos somos iguales ante la ley, aunque sea en su lentitud.

Todos iguales ante la lenta justicia

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