La violencia del cientificismo

Quisiera interrumpir la secuencia de los artículos dedicados al suicidio y al sacrificio. Retomaré ese tema en la próxima entrega. Sin embargo, esta semana he asistido a una conferencia acerca del tango, que me ha dado que pensar. La presentaba un médico especialista en adicciones, el cual planteaba, basándose en un trabajo estadístico acerca de los tres factores claves de la adicción, que dicha danza constituía una “adicción positiva”.
Una de las cosas que me llama poderosamente la atención es que los autores de estudios semejantes repitan constantemente que se trata de estudios de carácter “científico” y que ellos mismos se presenten, antes de decir la primera palabra sobre lo que han hecho, como miembros de la ciencia en calidad de médicos, economistas, psicólogos sociales o lo que sea.
Semejante comportamiento muestra, por un lado, el intento de establecer distancias insalvables entre el “lego” y el especialista y, por otro, señala una indudable inseguridad. Esa misma gente suele desechar posteriormente muchas de las mejores preguntas o reflexiones de los asistentes,  so pretexto de no responder a “criterios” científicos pertinentes.
¿Y quién señala la pertinencia? Ellos dirán que la “la ciencia”,  sumada así a esas presencias enigmáticas y metafísicas, tales como la de “los mercados”, que despersonalizan una dimensión de la praxis humana (la ciencia también lo es) y simplifican cuestiones que no son, por suerte, ni tan sencillas ni tan pobres.
Podemos saber lo que hace un físico, un neurocientífico o un primatólogo. Podemos estar de acuerdo en lo que delimita estos campos de “conocimientos específicos” y en el valor que comportan.
Sin embargo, la pregunta se sostendrá: ¿qué es la ciencia? Y digo esto porque generalmente, sobre todo desde disciplinas que son incapaces de aplicar un modelo de causalidad o de observación fuerte, se suele presentar como “científico” aquello que invalidaría, curiosamente, otras investigaciones en campos supuestamente tan científicos como los anteriores.
Por ejemplo, si un médico, con formación en psiquiatría y especializado en adicciones dice que el tango es una adicción y que eso es incontestable porque se basa en resultados estadísticos científicos, estaría de un plumazo invalidando a un antropólogo social que, confiado también de pertenecer a una “ciencia” dijese que el tango es también una manera de relacionarse bajo criterios de ritualidad.
¿Cuál sería entonces “la ciencia” en este caso, a la que se alude como garantía metafísica de fiabilidad y de certeza? ¿La del médico o la del antropólogo? Desde luego, se ve claramente que el conflicto está presente.
Si hay un concepto que debe ser constantemente aquilatado y “desconstruido” ese es el de ciencia, más aún cuando se trate de lo que comúnmente se denominan ciencias humanas o ciencias sociales, las cuales difieren de las ciencias naturales en la misma medida en la que se diferencia “hablar” con un protón o hablar con un individuo. En el primer caso, hablar constituye una metáfora de lo que sucede en un marco puramente experimental.
En el segundo, hablar constituye un fundamento definitivo (somos lo que somos, sobre todo, porque somos hablantes) de un mundo experiencial.
El científico social no puede aislarse de tal manera de su entorno inmediato de mundaneidad como para convertir la experiencia en un experimento controlado.
Puede hacerlo si se refiere a aspectos muy puntuales (intención de voto, preocupaciones sociales básicas o periodicidad en consumo suntuario), pero en el momento en el que intentemos comunicar tales cosas con marcos más ricos de la experiencia, tendremos que dejar la prepotencia cientificista que habla de certezas y exponer una interpretación, siempre consciente de sus límites, pues, ¿qué certeza puede haber en un terreno que siempre es histórico y cambiante?
Quiero acabar aclarando que no se trata de ir contra la ciencia, como quien quisiera atacar la belleza antigua y formal de la vieja geometría. Lo que he querido es plantear, basándome en un ejemplo, la impostura que anida en muchas de los proclamas cientificistas que andan por ahí y que, finalmente, acaban cortando turnos de intervención en conferencias, denostando el “saber” popular o, lo que es peor, “programando” auditorios dóciles con proclamas de violencia especializada.    

La violencia del cientificismo

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