Es uno de los más grandes, sino el que más, de la historia del deporte español. Sus éxitos llevan más de una década acompañándonos y haciéndonos vibrar, y también sufrir. Su esfuerzo, constancia, sus “resurrecciones” y su impresionante capacidad de resistencia y voluntad de no rendirse jamás lo hacen admirable. Pero no solo es eso. Hay algo más, algo que trasciende el deporte y el triunfo por lo que Rafa Nadal es querido por tantos y que muchos lo sientan y entiendan como algo propio, alguien con quien se alegra con sus victorias y sufre con sus derrotas.
¿Por qué amamos a Nadal? Más allá de sus triunfos, su tesón y su humildad en medio de tanta soberbia, por cosas como las que protagonizó en la noche del domingo tras ganar su cuarto USA Open. Se dirigió al público primero en inglés, como era preceptivo, pero para finalizar lo hizo en español, como muestra de hermandad, respeto y propia identidad con los muchos hispanos de EEUU. Y la pista neoyorquina se vino literalmente abajo en un aplauso ensordecedor.
No es la primera que el tenista tiene esos gestos ni la última será, pues con naturalidad expone con humilde orgullo sus señas de identidad, su normalidad sencilla que en la impostada anormalidad cotidiana reluce de manera especial. En Nueva York lo hizo y con ello hizo más por nuestra lengua, que es mundial, por nuestra cultura, pues qué si no es el idioma, la piedra angular de una cultura, que ha hecho ese sectario ultraizquierdista ahora director del Cervantes que no solo la desdeña sino que rechazó que el español pudiera exhibirse como una seña esencial de la Marca España. ¿Cabe mayor estupidez?
El español avanza con rapidez, tanto como aquí es atacado, despreciado y perseguido por nacionalismos retrógrados y regionalismos paletos, pero no es menos cierto que aumenta el ataque sobre toda nuestra huella y nuestra historia en aquel continente que fue descubierto por nuestros antepasados y hoy es parte esencial y mayoritaria de la hispanidad. A quienes nos quieren borrar no les falta ayuda desde aquí, pues los autodenominados “progresistas” se han convertido en lo mayores impulsores de la Leyenda Negra y en los mayores odiadores de cualquier símbolo o recuerdo que dé testimonio de nuestra presencia allí.
Por eso, por ser con toda naturalidad español, amamos a Nadal.