Todavía sigo riéndome solo. Quién me lo iba a decir después de un montón de años siendo un inalterable seguidor del Deportivo. Que se dice muy pronto. Recuerdo ir con mi padre al viejo Riazor de pantalón corto y apenas una mísera sombra de lo que hace años refleja una barba que ya forma parte de mi imagen y vida.
Ahora me centro en el Dépor-Villarreal disputado en Riazor hace una semana. Los deportivistas no se jugaban nada. Y se notó en su juego, en su falta de vida futbolística, en su desgana, en su desamor por los colores que defendían. Nunca llegué a pensar que esto podría llegar a ser tan decepcionante ya que soy de los que pienso que un futbolista que no desarrolle pasión sobre el terreno de juego debe dedicarse a otros menesteres.
Era la última oportunidad de ver al equipo esta temporada en su ambiente. Y muchos socios y simpatizantes del club, lo venían manifestando con anterioridad al choque. No acudirían al estadio. Que ya estaba bien. Yo era de los que también había prometido mi ausencia. Llegué a ofrecer mi carnet. La respuesta siempre era la misma. No. Al final, decidí tomar camino del estadio. Una odisea. Pero mi cabeza no le daba la razón a mi corazón. Hubo momentos en que pensé darme vuelta. No hice caso. Continué mi peregrinaje. Pero volví a pensármelo. Otra vez las dudas. Pero qué estoy haciendo, me dije. Que no, que no voy. Yo mantenía mi ritmo y cada vez me acercaba más al campo.
A la altura del paya, pensé en quedarme a verlo por televisión. Llegué a entrar, pero al rato, retomé mi camino. Estaba a un paso del estadio y se me fueron todas las dudas. El fútbol y mi amor al Dépor hicieron que acabase en la grada. Solo hice sentarme y llegaba el primer gol visitante. Pensé en otras opciones más agradables, pero allí me quedé impasible para ver el virtual funeral y entierro de un club que, una vez más, ofrecía un triste final de curso a una afición que mostraba su disconformidad de forma rotunda y ruidosa. ¡Deprimente