De la España desleal y disolvente

no se puede tratar de convencer a quien no quiere convencerse, es frase memorable y luminosa de Julián Marías, de literalidad aproximada pero de espíritu inequívoco, que yo mismo usé en muy diferentes oportunidades ante situaciones propicias, porque su carga explícita de razón y verdad es definitoria, le exime de discusión posible. 
Y en la medida que se intente persuadir al negador –agrego yo por vía de argumento– éste hará como que se mueve a preocupación de diálogo, explotará la buena fe del interlocutor dialogante y transformará con su actitud, engañosa y turbia, los buenos modos del otro en desnuda debilidad de la que aprovecharse hasta la total aniquilación del adversario, en realidad, declarado enemigo a abatir, que todavía seguirá perseverando en hablar solo, mientras le despojan de todo su argumentario, subvierten su intención, acomodan su discurso a propio provecho, y se presentan en pública ofrenda como víctimas de lo que, naturalmente, son verdugos. El principio del diálogo, ese ponerse en el lugar del otro sin desistir de los propios argumentos, es arte noble de inteligencia que necesita como requisito previo fundamental la disposición y buena fe de cada uno de los interlocutores, y esta especie si de siempre escasa y delicada, resultó en España un ejercicio abyecto desde el primer momento que los nacionalismos empezaron a disfrutar de protagonismo exigente, en el nuevo marco político a partir de 1978, en creciente proporción insaciable hasta hoy mismo, claro que desde la responsabilidad toda, política y moral, de cada uno de los gobiernos sucesivos que ocuparon La Moncloa. Y con tan infausto motivo, es así que estamos hoy en trance extremo al que, parece, o no se quiere o no se sabe dar solución debida, tajante y definitiva, cuando lo que está en almoneda es, nada menos, que España, su futuro, desde la salvaguarda de su pasado, como nación privilegiada por siglos de fecunda historia, desde la antigua Hispania romana, su germen primero de civilidad. 
De la prudencia, en política, no puede hacerse un ejercicio voluntarista, por el contrario, la voluntad ha de servir a la prudencia desde la convicción de principios y la determinación imperativa de cumplir y hacer cumplir la Ley, en máximo rigor de exigencia cuando las circunstancias antes lo aconsejen, precisamente en corolario de prudencia, sin esperar a la tensión de que lo exijan, ultima ratio, de consecuencias potencialmente impredecibles. A tal fin, es exigible de la acción de gobierno una conducta ejemplar, eficaz, contundente, inequívoca en su expresa voluntad de someter a cuanto, y cuantos, se hayan movido a rebelión o situado al margen o contra la Ley, y al caso concreto que nos ocupa ahora mismo en España, además, incluso con oportunidad de corregir cuantas concesiones negligentes se hicieron en los últimos cuarenta años a la voracidad nacionalista, desleal por esencia de naturaleza, insaciable por estricta definición de sus fines políticos. Y si así no se hiciere, que Dios y el pueblo, vox populi, vox Dei, se lo demanden a todos y cada uno, en rigurosa justicia. 
 

De la España desleal y disolvente

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