El utilitarismo político, como es bien sabido, defiende la moral política de los fines: todos los medios sugeridos por razones de oportunidad son legítimos o están justificados. Esta orientación parte de que el poder es el elemento esencial del Estado, cuando sabemos que no: lo decisivo es el bien común. También ha sido frecuente señalar que la Ética estatal y la Ética individual son distintas. Sin embargo, solo el poder que se funda en el orden ético general puede garantizar a los hombres y a los pueblos el derecho por igual, derivado de la naturaleza humana, a desarrollar la propia personalidad.
Como acertadamente señala Messner, la subordinación del poder a un orden general vinculante es quizá el único camino para que la humanidad pueda subsistir y continuar desarrollándose. Cuando el Estado se define por el poder y el Derecho por la fuerza, la razón de Estado no encuentra límite alguno para si utilización sin mayores problemas. Incluso se ha llegado a argumentar, desde posiciones que hablan o predican la racionalidad del poder como razón de ser de la norma jurídica, de que en estos casos la finalidad a la que sirve la racionalización de la fuerza es precisamente su incremento.
Es, con otro ropaje, la vieja tesis de la sofística griega que reaparecerá con virulencia en Maquiavelo y se insertará en el campo de la Moral con Nietzsche.
En efecto, el Derecho positivo así considerado no es más que un instrumento del poder político, fin para si mismo, ejercido en ocasiones por los débiles y los mediocres con el propósito de someter y engañar a los fuertes.
En este caso, la finalidad se convierte en algo intrínseco al Derecho: entonces fin e instrumento se identifican y vale todo. Es decir, se trata del uso, por parte del poder, de una racionalidad instrumental o táctica dirigida no a buscar ni establecer el fin del poder.
Es la pura voluntad del Estado. Si el fin se instrumentaliza o se determina previamente, resulta que poder y fin se identifican y el Derecho, así concebido, se introduce en un proceso sin fin, en una afirmación de la fuerza refinada y calculadora, tal vez por eso más violenta; en una brutalidad enmascarada.
Al final, sorprendentemente, la racionalidad se instrumentaliza al servicio del poder y el Derecho se convierte en un fino mecanismo de multiplicación, propagación y consolidación del poder, de la fuerza. Hoy, lo vemos y lo experimentamos, aquí y allá, a diario.