mí me parece bien que el cadáver de Francisco Franco sea exhumado del Valle de los Caídos. Francisco Franco no era Hitler, fue mucho más listo que Mussolini, y, por establecer un cierto parangón en dictaduras, se parecía más bien a Oliveira Salazar.
Fue cruel al principio de la posguerra, pero luego ensanchó la clase media en España, colocó al país en un desarrollo y una renta per cápita impensada quince años antes de morirse, pero eso no son méritos que justifiquen un monumento funerario de las características de Cuelgamuros.
Además, hay un mandato de las Cortes, y el Tribunal Supremo no hace sino constatar y refrendar a la soberanía popular, representada en el Parlamento. Ahora bien, donde el Supremo va más allá de sus atribuciones es en designar, como haría cualquier dictador, dónde deben reposar los restos de Francisco Franco, sin importarle una higa el criterio y los sentimientos y la opinión de la familia.
¿Los cadáveres son propiedad del Supremo, sea un mendigo o un personaje? No. Ignorar a la familia del muerto es una desconsideración indigna de cualquier persona y, desde luego, indigna de cualquier magistrado, sea del Supremo o de un tribunal ordinario.
Bien está fallar a favor de la exhumación, porque de lo contrario hubiera sido poner al Supremo –el que tiene que aplicar la legislación– por encima del legislador –las Cortes–. Ahora bien, atreverse, osar, inmiscuirse en dónde debe la familia enterrar a sus muertos es claramente anticonstitucional, irrespetuoso, ofensivo y en contra del sentido común.
Si a mí –y lo digo en condicional–... si a mí, repito, el Tribunal Supremo me indicara obligatoriamente dónde tengo que enterrar a un familiar, sea un padre, un hijo o un abuelo, me cagaría en todos los muertos de los allegados de ese monstruoso Tribunal. Y digo –en condicional– me cagaría en sus muertos, porque ante los atropellos tan brutales y desconsiderados la grosería me parece una reacción, ni siquiera apropiada, sino bastante lejos de la ofensa.