cada miércoles se repite el rito. Las sesiones de control al Gobierno convierten el parlamento en una especie de ring embarrado en el que los púgiles se van desenvolviendo con soltura animados por su correspondiente grada.
El fenómeno no es nuevo, pero está alcanzando niveles de agresividad insoportables desde que se constituyó el actual Gobierno, al que la extrema derecha y la derecha más extrema que aún habita en el PP siempre han considerado ilegítimo, una especie de okupa de La Moncloa.
Eso que conocíamos como cortesía parlamentaria ha pasado a mejor vida. Y el discurso político está alcanzando grados de zafiedad intelectual impropios de representantes políticos de la ciudadanía de una democracia madura.
El rival político se ha convertido en enemigo al que se niega cualquier legitimidad, sus acciones se enmiendan a la totalidad de oficio, la agenda de los asuntos a tratar se sustenta en un puñado de obsesiones arraigadas, y el presunto debate no es sino una sucesión de monólogos previsibles en los que todo vale: desde la tergiversación a la mentira.
No quisiera verme en la piel de estos parlamentarios cuando, al regresar a casa, intenten inculcar a sus hijos esos valores fundamentales del respeto, la educación y la debida compostura que hemos tardado milenios en alcanzar desde que abandonamos la caverna y que ellos dinamitan en cada debate parlamentario.
Pero quizás se sientan a gusto en el papel. Porque el espectáculo que protagonizan no deja de ser un acto de onanismo intelectual y político del que seguramente salgan satisfechos.
Pero han de saber que lo único que nos aportan a los ciudadanos es más turbación, siempre dañina, mucho más en una época crítica como la que vivimos en la que necesitamos que la política sea aportadora de soluciones y no creadora de problemas.
Recordemos una vez más que los políticos, los partidos y la política en general son, según los sucesivos barómetros del CIS, la segunda preocupación de los españoles.
Parecería que algunos no se conforman con esa segunda posición.