FRÍO

Llega el frío. Nos arrebujamos bajo la manta, poco más que los ojos al descubierto, y alternamos la televisión con el espectáculo más allá de la ventana. El de los tejados helados convertidos en espejos y el fondo de postal de los árboles escarchados. Lo completan las formas que se mueven bajo capas de bufandas y jerseys; el muestrario de gorros es una fiesta de color. Miramos el termostato con satisfacción. Y casi con alivio. Una de cada cinco familias no puede permitirse encender la calefacción.
La estamp a en esos hogares es la realidad trágica de una obra de Dickens. Los niños con la nariz enrojecida y los dedos insensibles, las madres que buscan en el altillo alguna prenda olvidada contra los escalofríos. Una bebida caliente siempre cerca. Aunque el consuelo sea momentáneo, porque no hay forma de soltarse del frío agarrado a los huesos. El mejor juego es el que puede jugarse envuelto en un edredón. La rabia de la impotencia ante el “mamá, tengo frío” crece sin descanso. Cada mañana llegar al colegio es una bendición. Pegarse al radiador casi hasta quemarse, deseando poder guardar esa sensación hasta el día siguiente. Mientras, los números no paran de dar vueltas en la cabeza; quitar de aquí para poner allá. Quizá conseguir un rato en el que la casa no sea un castigo, en el que quedarse quieto no suponga echarse a temblar. Pero las cuentas no salen. Hace tiempo que se acabaron los ases de la manga. Con los malabares apenas se consigue pagar las facturas; las imprescindibles. El calor se vuelve un lujo.
La previsión del tiempo anuncia un descenso de las temperaturas. Instintivamente posamos la mano sobre el radiador más cercano y comprobamos que sigue bombeando calidad de vida. Se nos viene a la cabeza la imagen del hombre que duerme entre cartones en un portal un par de números más abajo en nuestra calle. El sentimiento de desolación es inmediato. Se va tornando en indignación cuando pensamos en quienes idean los recortes de las ayudas por la mañana y por la tarde defienden la transparencia de lo que pinta como la mayor trama de corrupción de la historia. Mientras unos pasan frío otros podrían encender la chimenea con billetes. La falta de humanidad en los que manejan los hilos es tan palpable que no parece real. Sabemos que no podemos contar con ellos y el resto de los recursos se acaba. La solidaridad de a pie, la de los comedores benéficos y los voluntarios que hacen lo que pueden y más, la que de verdad funciona, es limitada. Y lograr una solución es urgente. Tiene que llegar antes de que, como a la vendedora del cuento, se acaben los fósforos.

FRÍO

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