Bienvenidos los avances técnicos informáticos siempre que nos dejen respirar. No valen los estragos, ataques y lanzallamas de tierra quemada que proliferan por doquier y olvidan la lectura como fuente inagotable de bienes que distrae, enseña y cura ignorancia. Hay que ejercitarse en footing mental. Practicar a diario gimnasia sueca para estar en forma. Quizás, por desgracia, muchos participan del refranero sobre la agilidad inspirada de la pluma y la pesadez de lo escrito. Sin embargo, los libros son fuente de conocimiento. Como los periódicos. Los hay digitales punto com y se transmiten intangibles por mil caminos. A mí me gusta, no obstante, el periódico crujiente con sus artículos de opinión, informaciones, fotografías y noticias últimas mientras desayuno o tomo café en un rincón del bar. También disfruto del libro de páginas apretadas y ausculto su corazón que habla conmigo, pues libros y años –asegura el dicho popular– hacen al hombre sabio.
La lectura ofrece una línea donde borbotea relojería que aviva los ingenios de los hombres como asegura Cervantes. Soy, entono el mea culpa, devorador de libros, siempre tengo uno a la cabecera de la cama. Ahora, por ejemplo, me ha sorprendido el judío Amos Oz y su novela “Tocar el agua, tocar el viento”. No hago crítica de este autor, premio Príncipe de Asturias de las Letras, sino que hablo en alto como tanto ciudadano nos da la tabarra por las calles utilizando sus móviles. Es un relato desconcertante. Sorpresivo. Inesperado. Que medita sobre el alma, el cuerpo, el medio ambiente, la muerte y el infinito. Un matrimonio polaco –relojero matemátaico él y heroina cómica de la burocracia soviética ella– levitan y desarrollan mil fantasías alegóricas separados por la guerra 1939-45, los campos de concentración y el holocausto. Cuando al final se encuentran en Israel perderán su consistencia para hacerse ectoplasma y marchar cada uno por su lado.