Tuve noción de la mujer antes de tener conciencia de mí. Luego tuve madre y de su mano la ternura y también la firme mano sobra la que descansaban sueños y realidades. Disponía ella el calor del hogar y el frío de la calle. Ningún mal existía que no fuese ella su remedio. Mi madre era nuestro orgullo y refugio. Un ser único e irremplazable en el que aprender a creer. No mediaba entre nosotros si no el amor, la admiración y el respeto. Alguien, quizás con buena voluntad, me dijo que mi madre era un ser inferior porque no trabaja fuera de casa, no aportaba un salario y lo que era peor, que tanto mi padre como yo y mis hermanos la teníamos en el que creíamos responsable quehacer del hogar, esclavizada y humillada. Fue entonces cuando la sentí dañada e infravalorada por vez primera. La mujer no es un aparte en la sociedad, ni un ser débil o mermado en sus facultades, es, por el contrario, un todo en todos en plenitud de derechos y obligaciones. Solo así será entendida y tratada como lo que es, un ser singular e irrepetible, ante el que no cabe preguntarnos qué hacer por ella, debemos hacer y exigir con ella lo que hacemos y exigimos para cualquiera de nosotros. No merece ni exige más respeto y afecto que el que somos capaces de dispensarnos. Cualquier otro cuidado no es sino un peligroso margen que la acota en esa hermosa proyección que no admite márgenes.