ya desde sus tiempos como máximo responsable de la Autoridad independiente de Responsabilidad fiscal (AIReF) el hoy ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, se distinguió por navegar en sus diagnósticos y pormenorizados informes un poco contra corriente frente al propio Ministerio de Hacienda, al que estaba adscrito, Banco de España y el Gobierno de turno.
Hoy mismo no se sabe muy bien en qué aguas monclovitas se mueve: si en las más ortodoxas que comanda la vicepresidente Calviño o en las podemitas de Pablo Iglesias. Él prefiere definirse como “un independiente” en el Gobierno de España en el que se siente bastante cómodo con las responsabilidades que se trae entre manos. Pero la verdad es que a veces desconcierta.
Según recientes declaraciones, no cree que con la Covid-19 haya aumentado mucho la pobreza, entre otras razones, porque los que son pobres ya en su mayoría lo eran antes; no cree que haya tantas personas sin cobrar los ERTEs; entiende que la Seguridad Social no tiene un problema financiero de partida si las cosas se contabilizan bien, y elude hablar de subida de impuestos para cuando haya de volverse a la senda de la estabilidad presupuestaria. Parece que no le gusta dramatizar los problemas.
Ahora tras un debate intenso entre lo que propugnaba Pablo Iglesias y lo que él mismo pretendía, el Gobierno acaba de llevar al BOE -44 páginas- lo que denomina ingreso mínimo vital; una renta o subsidio que, de entrada, beneficiará a 850.000 hogares en los que viven en torno a las 2,3 millones de personas y que para las arcas públicas tendrá un coste inicial estimado de 3.000 millones de euros.
La mayor controversia ha venido con el hecho de que se trate de una renta no sólo pensada para aliviar la situación de los afectados por los embates económicos de la pandemia en curso, sino que tendrá carácter estructural. Escrivá lo justifica alegando que así lo reclama la UE, pues no en vano existe en nuestro país un enorme problema de pobreza severa.
No obstante y a juicio de los más reticentes, tales subsidios permanentes tienen el peligro de desincentivar cualquier estímulo al trabajo, vienen a motivar la economía sumergida, tientan a los gobernantes a crear y perpetuar redes clientelares, y en el caso que nos ocupa la aquí prevista podría además anticipar el colapso del sistema público de pensiones.
No habrá que olvidar que la Seguridad Social acumulaba ya a cierre de 2019 una deuda de más de 55.000 millones de euros y que los beneficiarios de transferencias públicas superarán ampliamente los 17 millones de personas.
Así las cosas, pensar en una permanencia de grupos amplios de ciudadanos que viven de manera subsidiada, no parece –dicen- un horizonte deseable a largo plazo. Porque es importante que las personas puedan ejercer sus capacidades con un puesto de trabajo.