Pocos dudan de que, al final, a base de negociaciones ‘discretas’ que poco tienen que ver con la batalla contra el coronavirus, Pedro Sánchez logrará extender el plazo para mantener el estado anómalo de alarma hasta casi finales de junio. Es decir, hasta el fin del absurdo período de sesiones parlamentarias –ya va siendo hora de cambiar el reglamento y la Constitución en este punto–. Con lo que las molestas sesiones de control en Congreso y Senado quedarían pospuestas, al menos, hasta mediados de septiembre. Para entonces, lo lógico es que, al menos por ahora y hasta nuevos avisos, la pandemia esté casi vencida y el retorno a una ‘nueva’ normalidad, o a una anormalidad nueva, ya se haya consolidado lo suficiente como pensar en que el Gobierno, ‘este’ Gobierno, con su composición casi íntegra, se mantiene.
La experiencia siempre indica que, tras las guerras o tras las grades catástrofes, los gobiernos que las gestionaron, incluso ganándolas, sufren en las urnas (el caso de Churchill es el más citado; existen otros). Tengo para mí que, a la vista de las indefiniciones y el cuarteamiento de las distintas oposiciones al actual Gobierno de coalición progresista (no, no me gusta llamarlo social-comunista), Pedro Sánchez y el ‘líder paralelo’ Pablo Iglesias se sienten relativamente confortables en las encuestas. Y, además, constitucionalmente no puede haber elecciones antes de noviembre, que es fecha inmensamente lejana: para entonces, a la velocidad que va el barco enloquecido, puede haber(nos) ocurrido casi de todo, intervención europea incluida.
Pero claro, este calendario concede al actual Ejecutivo, que sin embargo va pidiendo ya una remodelación ministerial a gritos, unas expectativas razonables de que, al menos hasta diciembre, o enero, aquí poco va a cambiar en lo que al Gobierno se refiere. A menos, claro, que se produzca una catástrofe aún mayor que las que ya hemos venido sufriendo. O que se produzca una reacción por parte de la oposición conservadora, que por ahora parece aparece fraccionada entre el ‘apoyo con reservas’ de Ciudadanos, el apartamiento crítico del PP y la deriva al borde de la sublevación de Vox.
Claro, la anomalía política de este panorama es patente. Pero en un marco en el que todo es anómalo, vaya usted ahora a protestar por la falta de libertades, la no separación de poderes, el desmadre autonómico, las locuras de Torra y un largo etcétera. Ahora, todas las miradas se centran en ver cómo se va a reconstruir el tejido social, económico y moral de un país que sale de esta, dicen las encuestas, completamente desmoralizado, entristecido y con la confianza en sus representantes en un nivel más bajo que nunca, que ya es decir.
Así, no sé si podemos fiarlo todo ¡hasta diciembre o enero! a la aparente firmeza de un Pedro Sánchez que, de acuerdo, hace lo que puede. Pero eso no significa ni que haga siempre lo que debe ni de la mejor manera. Ese hombre algo hierático que, sábado tras sábado, cada vez más maquillado e impasible, nos aparece en la pequeña pantalla a la hora de comer, ha de ensayar nuevas fórmulas, para perdurar y para que los ciudadanos electores y pagadores de lo que venga soporten los pavorosos ajustes que llegan. Lo que resulta obvio es que las mismas fórmulas de gobernarnos, los mismo trucos de siempre, ya no valen para los nuevos tiempos. Y entonces ¿qué?