La llamada de la tribu

El liberalismo no solo se alimenta de las obras de sus teóricos más reputados –Adam Smith, Friedrich August von Hayek y Milton Friedman son los más destacados–, sino que también incorpora el acervo de otros relevantes autores no tan genuinos, por sus orígenes izquierdistas, pero no por ello menos radicales. El filósofo vienés Karl Popper sería uno de ellos. Otro es Mario Vargas Llosa, que acaba de publicar el libro La llamada de la tribu, inspirado en autores como Popper o Jean-François Revel.
Sobre Popper –el autor de La miseria del historicismo y La sociedad abierta y sus enemigos– hay un cierto debate intelectual, ya que quedan expertos que reivindican su carácter socialista, a sabiendas de su compleja personalidad, del mismo modo que hay otros, como José Manuel Romay Beccaría, que ven a Popper como el enterrador de la socialdemocracia. En cambio, sobre Vargas Llosa apenas hay debate en ese sentido. Sus veleidades izquierdistas de juventud pasaron a mejor vida y ya no le vale ni la socialdemocracia. Ni que fuese de Manhattan... Siendo como es peruano y español, cuesta apreciar dónde encontró tantas virtudes del liberalismo, que las tiene, pero no en todo el mundo precisamente. Perú no es EEUU y España no es el Reino Unido.
Vargas Llosa parece olvidarse de que hay una línea divisoria entre los partidos socialdemócratas, partidarios siempre del reformismo en el marco del Estado de Derecho, y los comunistas y allegados, dispuestos a aceptar fórmulas revolucionarias aunque hipotequen las libertades civiles. Tampoco parece interesarle que mientras la izquierda suele ser marxista-leninista, el centro-izquierda es keynesiano. No es lo mismo ser socialista que ser comunista. Y para no ser comunista no hay que ser liberal ni conservador: se puede ser socialdemócrata.
El premio Nobel hispano-peruano, ahora un hombre cáustico, no solo se ha entregado a las pasiones del liberalismo sin matices, sino que se muestra escéptico ante los valores de la socialdemocracia, en cuyo marco puede haber tanta competencia como sea posible y tanta intervención como sea necesaria, como zanjó Willy Brandt. Vargas Llosa parece querer ignorar, por ejemplo, que la receta básica de los éxitos de España en la segunda mitad del siglo XX tuvieron por bandera las políticas socialdemócratas, la modernización económica y también una estructura del Estado cuasifederal. El liderazgo de Felipe González fue, en ese sentido, decisivo en los ochenta y comienzos de los noventa, hasta el punto de que a medida que pasa el tiempo puede valorarse mejor la dimensión de su obra política, por mucho que al final se viese empañada por una más que lamentable corrupción y prácticas ilegales en la lucha antiterrorista.
El liberalismo, que atesora éxitos en otras latitudes, poco tiene de que presumir en España, donde el interés que se le presta está más basado en la renovación de su ideario que en la aplicación de las ideas, cuyos éxitos deben de estar por venir. ¿Tal vez ahora que Ciudadanos no es socialdemócrata sino liberal?
Podría argumentarse que Vargas Llosa es un escritor tan elevado y refinado que trasciende las fronteras de sus dos países --Perú y España--, pero no por ello habría que comulgar con todas sus ruedas de molino en estos y en otros países iberoamericanos, cuya lucha por progresar tiene contados fundamentos liberales, salvo quizá en el caso de Chile. Casi nada es imposible de conseguir, pues, como acreditó el novelista y ensayista argentino Ernesto Sábato, “la historia no es mecánica” y “los hombres son libres para transformarla”.  

 

La llamada de la tribu

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