Apesar de ser una madre trabajadora que dirige su propia empresa y a la que a veces no le llegan ni la vida ni la camisa al cuerpo, debo reconocer que –de tanto en cuanto– me debato entre la culpabilidad por el tiempo que me veo abocada a robar a los míos y por la satisfacción de ir logrando los objetivos propuestos peleando contra diversas adversidades.
Al igual que les sucede a un sinfín de personas, no es mucho el tiempo del que dispongo para centrar todos mis sentidos en modelar seres humanos de bien. En estos tiempos interrogantes, son demasiados los peligros y las distracciones existentes para conseguir que nuestra cantera se pierda por los Cerros de Úbeda y que jamás se vuelva a encontrar.
Observo con cierta envidia y admiración cómo la gente relajada piensa que los hijos son como las plantas y que, mal que bien, acabarán por alcanzar su máximo esplendor. El problema real radica en que ese momento puede estar bañado de un halo de decrepitud o de hermosura y, es en la consecución de la segunda máxima mencionada, en la que los padres entregados y preocupados debemos aunar nuestros esfuerzos, sacrificios y desvelos.
Mis vástagos y yo tenemos la suerte de poder conversar a diario en las idas y venidas al colegio. En esos instantes tempraneros en los que todavía es de noche y las vías de acceso a la ciudad se infestan de coches estresados que, como cabezas plagadas de piojos, tratan de activarse para paliar sus retrasos en la cama o en la ducha; fluyen las conversaciones entre nosotros.
Hace pocos días, mi primogénita se indignó con la maniobra de un vehículo que nos adelantó primero por la derecha, para poco tiempo después hacerlo también por la izquierda y, en vista de que nadie facilitaba su paso, volver a coincidir ante nosotros nuevamente a escasos metros de distancia… “Es tonto ese coche”, musitó mi hijo menor… A lo que yo respondí: la vida es como una carretera y los conductores reflejan la clase de personas que son en la vida real.
Los hay que tratan de ganar tiempo al tiempo sin darse cuenta de que con esa práctica ponen en peligro sus vidas y las de los demás. También existen los que por creer que preservan su seguridad, van más lentos que tortugas y dificultan enormemente la circulación y los avances. Abundan los listillos, es decir, los que solamente piensan en ellos y se creen dueños y señores de la carretera y-por supuesto- también están los abusones que presuponen conducir mejor que los demás por tener un coche más grande; así como los insolidarios que dañan el planeta con emisiones de gases y ruidos provenientes de unos vehículos que deberían ir directos al desguace.
La vida es así. Un camino en blanco por delante, que nosotros nos empeñamos en tratar de dirigir con mejores o peores resultados y que- cada cual- afronta de un modo u otros según su estado de nervios, su buena o mala educación, el caparazón que se ve obligado a arrastrar, su gusto por las trampas, o el intento por recuperar el tiempo perdido a costa de pisar cabezas.
Sea usted el conductor que sea –tanto de su vehículo como de su vida-, procure no poner con sus actuaciones en aprietos el deambular de su prójimo. No olvide nunca que este no es tonto y que, concretamente en mi coche, hasta los adolescentes de quince años se dan cuenta de las estupideces que cometen los adultos en su afán por conseguir una más que dudosa supremacía automovilística.