Si bien no está escrito en ninguna constitución, cada vez está más arraigada la idea de que el poder económico y financiero -amplificado por su control de grandes medios de comunicación- es el que rige el rumbo de la política con mayúsculas. Tanto es así que nadie pestañea cuando escucha que un partido político nace avalado por el poder financiero, que otro fue beneficiario de la ayuda táctica de cierto grupo mediático para proteger, de rebote, al Partido Popular frente al PSOE, o que la corrupción de los grandes partidos está estrechamente ligada a grandes empresas de servicios y construcción, con la ventaja para éstas de que suelen eludir la acción de la justicia; no así todos los políticos.
Desde un punto de vista genuinamente democrático, este tipo de situaciones deberían ser objeto de alarma social, pero tampoco existe esa alarma, más allá de las denuncias que puedan hacer pequeñas fuerzas políticas o algún partido radical, ajeno a la centralidad política del país.
Da la impresión de que hay siempre tres planos bien diferenciados: el de los iniciados, aquellos que poseen la sonrisa del que sabe y dominan la situación; el de los resignados, aquellos que conviven con esta situación, convencidos de que no hay nada que hacer para evitar cierto estado de cosas, y el de los concienciados, cuyo radicalismo no suele ser un buen compañero de viaje.
Lo que podríamos llamar el sistema –casi habría que escribirlo con mayúsculas– tampoco es tan perfecto como a veces se dice, pero lo cierto es que tiene un gran peso en el control real de la democracia española, que aun así funciona. Quiere esto decir que hay margen suficiente para evitar la perversión, mal común a todas las democracias y no digamos a todas las dictaduras. Y la hoja de ruta está escrita desde hace siglos: la separación de poderes.
Tal vez el principal problema de España está en el funcionamiento de sus instituciones, que repercute no solo en las perversiones políticas sino también en la economía, donde es imprescindible un cambio de modelo que contribuya a hacer posible la lucha contra la desigualdad y la precariedad.
A fin de cuentas, sin desarrollo económico no serán viables ciertas conquistas sociales que están en las agendas sindicales y políticas desde hace ya demasiado tiempo.
Procesos de este tipo exigen, obviamente, el concurso de mucha gente y amplios consensos, pero la historia nos enseña que casi siempre están asociados a un líder.
Y España carece hoy de un líder. Medio a la deriva, parece andar en búsqueda de su Kennedy o de su Willy Brandt.