UN DESTINO PARA LA HISTORIA

Preguntarse a estas alturas si lo que los hombres hacen es forjarse un destino o nacer con este carece de valor cuando se es consciente de que es la Historia lo único que puede ayudar a dilucidar esta disyuntiva. Lo cierto es que no habrá personalidad, al margen de la que aporta el propio Rey, más trascendental de la todavía reciente trayectoria democrática de este país que la de Adolfo Suárez. Aun cuando la enfermedad que lo había apartado de la vida pública desde hace diez años lo hubiese dejado sumido en las tinieblas, décadas después de haber sabido configurar el cambio que permitió a este país ser un ejemplo de que los cambios políticos no tienen por qué ser bruscos ni generar facturas innecesarias, ser lo que somos sería no solo difícil de entender, sino de asumir, si no hubiese sido precisamente un hombre forjado políticamente en el régimen anterior el que fuese capaz de comprender hasta qué punto, y con qué pasos, era necesario conducir tan radical transformación. De algún modo, incluso cuando su trayectoria política se cerró definitivamente, a Adolfo Suárez se le ha echado siempre de menos, sobre todo cuando se analiza todo lo que ha venido después. Su tiempo, seguramente, era otro; aquel que sitúa a algunas generaciones a caballo entre dos tiempos, entre dos aguas caudalosas a punto de encontrarse, y que dio paso a otra generación, posiblemente esa a la que a él mismo le hubiese gustado que, de verdad, supiese afianzar sus esperanzas y sus logros.

UN DESTINO PARA LA HISTORIA

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