Parece de sentido común que, desaparecido el terrorismo, ya es innecesario mantener la dispersión de presos etarras lejos del País Vasco como una herramienta de la política antiterrorista. Lógico. Si no está ETA, aplíquese la ley en materia de acercamiento de los reclusos a sus familias y a sus lugares de origen.
La desaparición del terrorismo no significa que también hayan desaparecido sus consecuencias. Las consecuencias están vivas y muy vivas en dos dramáticas realidades. Una, memoria herida de miles de familias, víctimas de ETA. Y dos, unos trescientos asesinatos sin resolver desde el punto de vista policial y judicial.
Lo uno exige el perdón a los damnificados o alguna forma de arrepentimiento. Y lo otro exige una expresa disposición de estos penados a colaborar con la Justicia en el esclarecimiento de los crímenes sin resolver.
Es tramposo hablar sin más del acercamiento de presos etarras a cárceles vascas, incluso presentándolo como concesión a los nacionalistas que se sumaron al lanzamiento político de Pedro Sánchez. La letra pequeña pasa por los informes de las juntas de tratamiento, los umbrales de cumplimiento de las respectivas penas, el comportamiento de los reclusos, etc.
Es decir, que se debe conjugar el asunto de fondo político con el cumplimiento de las previsiones legales, incluidas las referidas a beneficios penitenciarios y políticas de reinserción. Lo cual solo puede remitirnos a un tratamiento individualizado ante un posible acercamiento a cárceles del País Vasco.
Por otra parte, conviene señalar que se aprecia una perversión en los marcos mentales que inspiran el lenguaje de los dos gobiernos implicados, el central de Sánchez y el autonómico de Urkullu. Cuando se habla de los “terroristas vascos”, ambos se quedan en lo de “vascos” y olvidan de que son o han sido “terroristas”.
Si solo se les ve como ciudadanos de determinada comunidad, necesitados de que su gobierno autonómico se ocupe de ellos, acabaremos aparcando el hecho de que son o fueron los causantes de los cuarenta años de terror, sangre, sufrimiento y corrosión de la convivencia ciudadana, que han dejado el rastro de dolor y miseria moral que está en la memoria de todos.
En definitiva, que en ningún caso podemos olvidar que no estamos hablando sin más de ciudadanos vascos normales, sino de trescientos criminales que permanecen encarcelados fuera del País Vasco (200 en cárceles españolas y 50 en cárceles francesas). Otra cosa es la tóxica politización del tema que detectamos en el quinielismo sobre el precio que Sánchez ha de pagar a los nacionalistas vascos por haberle hecho presidente. Los procesos de intención son libres.