Si el autor de este artículo discute con otra persona y, en medio de la disputa, comete el error de empujarle y, al caerse, se golpea la cabeza en la acera y muere, será acusado de homicidio por imprudencia, y pasará varios años en la cárcel. Ahora bien, si la autora es una chica de 16 años será acusada de la misma falta, pero al ser menor de edad no irá a la cárcel, sino a un correccional de menores.
Los adultos podemos comprar alcohol destilado y consumirlo en lugares públicos, algo que está prohibido a los menores de edad que, incluso no pueden adquirir un paquete de tabaco. Y, si el tendero o el personal encargado del bar o discoteca lo consienten, podrán sufrir una multa entre 3.000 y 15.000 euros.
Cualquier adulto le puede solicitar a un cirujano plástico que le lleve a cabo una rinoplastia, pero ningún cirujano se atreverá a practicar esa intervención con una chica menor, a no ser que tenga el consentimiento expreso de sus padres.
Los códigos civiles y penales de la mayoría de los países de nuestro entorno guardan cierta armonía entre deberes y derechos, una simetría basada, no en grandes principios filosóficos, sino en el sentido común.
Pues bien, una chica que ha llegado a ministra por la influencia de su macho, y que es tan feminista que dice que su vida está entregada a la lucha contra el heteropatriarcado, pretende que esa chica que no puede pedir un whisky en la barra de un bar o comprar un paquete de tabaco en la máquina expendedora, puede irse a una clínica a abortar sin que lo sepa ni su padre, ni su madre, ni su tutor, si fuera huérfana.
En fin, si usted tiene una hija de 16 años, un día le pueden avisar de una clínica, diciendo que ha habido graves problemas con el aborto de su hija, sin que usted tenga antecedentes.
A mí, que esa chica haya llegado a ministra, me da igual, pero no puede romper la simetría, a no ser que se proclame la mayoría de edad a los 16 años. Y entonces, sí, que aborte o que regrese a casa sola y borracha, ejemplo pedagógico de esta insólita chica que llegó a ministra.