LA GRAN BELLEZA

“Es solo un truco. Es solo un truco”.  Lo es. Es evidente desde el arranque, con la cámara en perpetuo vuelo, pomposa, barroca, corriendo porque no va a ninguna parte, con el subrayado de una banda sonora tan fatua como ella, tan banal como los personajes a los que encuadra.  
La gran belleza se suma a La mejor oferta en un duelo entre Sorrentino y Tornatore con la pretenciosa vacuidad como espada. Estos supuestos adalides del cine italiano parecen creer que con tal de fotografiar lo que se asume como bello y adoptar unos personajes maduros, insoportablemente pedantes y con un enfoque vital de una ironía decadente que van a redescubrirse en la senectud, se alcanza lo sublime. Y lo lamentable es que buena parte de la crítica les aplaude, como bien reflejan muchas listas de lo mejor de este 2013.
Pues bien, lo sublime no se busca. Salvo que uno sea un genio descomunal –un Coppola en estado de gracia, un Eisenstein, un Tarkovsky, un Bergman, un Kubrick–, lo sublime solo puede encontrarse por casualidad, como en la poética serena de un Ford o de un Eastwood o en el torrente narrativo de un Hawks o un Spielberg. Pero si uno parte de lo sublime como a priori, se encuentra con un fiasco como el de este film de Sorrentino, porque se asume lo sublime como una serie de tópicos visuales, musicales, vitales. Y lo sublime no es eso, no son esculturas centenarias, ni niños que se ocultan de sus madres y sueltan frases lapidarias o se atreven a jugar a ser Pollock. Lo sublime es un instante no elegido que provoca una emoción extraordinaria. Y puede prender en lo más mundano, una llama de verdad fugaz, pero que permanece en la memoria.
El escritor de La gran belleza, que dice no haber creado una segunda novela porque falló en su búsqueda de lo que pregona el pomposo título del film, se equivocó desde el principio en su camino. Debería haber buscado la verdad. Mejor aún, debería haber dejado que la verdad lo encontrara.

LA GRAN BELLEZA

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