DEL DIARIO DE UN HOMBRE CUALQUIERA

12 de septiembre de 2013


Llueve. La lluvia cae, como es natural en esta época del año, pero el corazón no se resigna a su tristeza. El tren sigue su curso, abriendo en dos el paisaje con una velocidad en el fondo soberbia e inútil. Pienso en la muerte y la muerte trae a mi cabeza la tragedia de Filipinas de la que se habla estos días.  
Ella aparece en mí como un material lejano, como un trozo de algo mayor cuyo sentido debiera poder encontrar, aunque no puedo. Ese algo mayor es el mal. ¿Cómo comprender el mal que cae de pronto como esta lluvia de ahora en los cristales y en la tierra? ¿Dónde buscar su significado o cómo soportar su insignificancia? Quisiera saber que Rosa está bien, pero ya hace tiempo que perdimos el contacto, desde aquella última noche en Indonesia, en la que me seguía sorprendiendo que una muchacha filipina se llamase Rosa.
También ella surge en mí como algo lejano, como algo cuyo sentido también se perdió de alguna manera y a lo que le doy vueltas en mi cabeza. Pero ahora ese algo no es el mal, sino el amor. Quisiera encontrar una forma de escapar del mal radical del que habló Kant, al tiempo que descubro una manera de instalar en mí una especie de amor radical, en ese espacio interior abrasado por el deseo de ser y de comprender. Pero todo se derrumba al pensar que ya no queda sino ligereza, intrascendencia, banalidad en el amor y en el mal. No tengo más que encender cada mañana mi ordenador y pasar por las noticias de Yahoo antes de llegar a mi correo para comprobar toda esa liquidez del mundo actual, tal y como nos lo venden, justo antes de tirar de la cadena.
La revolución actual consiste en que todo esté revuelto. Esperpéntica confusión.
La revolución es hoy el revuelto diario, desde los huevos revueltos al estómago revuelto, pasando por la una rutina sin proyecto mezclada con el asco que padecemos ante la ausencia de historia. Si es cierto que toda revolución ha supuesto un cierto grado de revoltijo intestinal y de sangre, al menos quedaba la oportunidad de gritar que habíamos sido traicionados y de que la historia crecía somo una Saturnal de asesinos. Al menos podíamos llorar y enloquecer como Hölderlin. Maldecir y rezar como Sade. Al menos seguíamos siendo seres conscientes en un mundo donde ocurrían cosas. Ahora, por el contrario, siento que no ocurre nada y que el relieve de los acontecimientos queda allanado, aplastado, silenciado.Una llanura de pantallas con millones de minúsculos mensajes que dejamos en la red informando de nuestro anhelo silencioso, de nuestra ilusión de que la alegría o la agonía sean perceptibles más allá de Plutón.  ¡Ahogarse en una piscina y pensar que las estrellas los saben!
Es gracioso, probablemente nadie diría que con mi tendencia a filosofar, haya estudiado economía y publicidad. Quizás debí estudiar filosofía o canto, y abandonar aquellos insufribles estudios, sobre todo los de economía. Por suerte siempre llevé bien lo de tener más de una vida, así que seguí leyendo todo aquello que me interesaba para llegar a comprender. Siempre he necesitado comprender, aunque comprender no fuese perdonar (en contra del adagio).  No lo he conseguido, pero continúo, a pesar de la fatiga. Pensar es extenuante, pero me pregunto cómo sería el mundo si cada hombre y cada mujer aceptase esa fatiga para llegar a ser lo que somos: seres que piensan al otro con palabras. No es solo el cansancio, sino esta humilde grandeza lo que perdemos al dejar de hacerlo.
Sigue lloviendo sin pausa y el tren continúa su marcha con su arrogante velocidad a lo Marinetti,ajeno por completo a nuestras vidas, a las páginas de este diario, a todo lo que no sea él, la vía y sus horarios.
¿Qué importancia puede tener para un tren la vida de un paria de cuarenta siete años, natural de Ferrol, emigrante del siglo XXI, yendo a dejar un currículo a París con una paradójica mezcla de esperanza y de asco? Yo, que ya no salgo en las estadísticas de jóvenes emigrados, que ya obtuvo del Estado lo único que al parecer el Estado tenía para él, que ya no tengo derecho a reclamar a nadie, a esperar nada de nadie,  a hacer otra cosa que escribir en un diario sin nombre y en una especie de tren sin rumbo, aunque vaya a París. Pero, no. Me llamo Rafael Sánchez y estoy vivo, pienso, siento. Por eso escribo esta última línea, por ahora: NO LO ACEPTO”.

DEL DIARIO DE UN HOMBRE CUALQUIERA

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