No somos holandeses

Pablo Iglesias justificó su agarrada verbal con su compañero Íñigo Errejón en el Congreso apelando al hecho de que ninguno de los dos son holandeses. Se ve que el todavía líder carismático de “la gente” y de “la mayoría social” cree que los holandeses no discuten. Ahora bien; dejando a un lado el pueril episodio y su no menos pueril explicación, la verdad es que, si bien aquí nadie es holandés-holandés, los propios holandeses puede que estén en riesgo de dejar de serlo.
En este mundo Trump-Putin-Le Pen que se cierne sobre la humanidad, amenazando con aplastar los escasos valores, libertades y derechos que conservaba en algunos sitios, nadie va a poder ser holandés, si es que entendemos que tal cosa alude, cual presume Iglesias, a la criatura humana civilizada, contenida y pacífica con la que soñaron cuantas utopías en la historia han sido. Difícil, si no imposible, va a ser conservarse holandés en un mundo aherrojado por patanes. Los canadienses, que eran, o son aún, como holandeses, esto es, la antítesis de sus broncos vecinos del sur, acaban de probar amargamente en qué consiste ese nuevo diseño, o anti-diseño, del mundo.
Alexandre Bissonnette, el joven que el otro día asesinó a seis personas en Quebec, la ciudad más francesa, u holandesa, que viene a ser lo mismo, de Canadá, es un rendido admirador de Trump y de Le Pen, con quienes comparte la islamofobia. El geólogo, el informático, el farmacéutico, el contable y el profesor universitario que mató Alexandre eran musulmanes e iban o venían de rezar en su mezquita. Por eso les asesinó, simplemente. Errejón e Iglesias nunca han sido holandeses, ni canadienses, gente poco dada, como se sabe, a tomar cielo ninguno por asalto. Pero quienes sí lo han sido o han aspirado a serlo en sentido figurado, las personas tolerantes, instruidas y pacíficas, lo llevan crudo. No digamos los geólogos, los informáticos, los farmacéuticos, los contables y los profesores que gustan de orar en las mezquitas.

No somos holandeses

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