Los 31 de diciembre son siempre agitados, intensos. Al finalizar las campanadas de medianoche empiezan los abrazos, los besos, los brindis por unos supuestos éxitos, los deseos de paz en el mundo y un montón de cosas más que casi nunca se cumplen.
El jolgorio de esa noche nos despista. Nos hace olvidar por unas horas el desbarajuste que hay a nuestro alrededor. Y siempre ha sido así, por lo tanto, nada nuevo bajo el sol.
En todo caso, es una noche generosa y atiborrada de buenos deseos, en la cual la mayoría apostamos por un mundo mejor, donde exista algo de paz y de justicia social. Puesto que es la única manera de construir entornos vivibles, sostenibles y perdurables. Sin ellos es imposible que florezca la paz.
Ahora bien, una cosa son los buenos deseos y otra muy distinta la realidad. La buena voluntad de la noche de fin de año no basta. Mientras no se transforme en fuerza real, su significado durará solo unas pocas horas. Lo que dure la juerga.
De poco sirven las buenas intenciones si no hacemos nada más. Sucede como con las religiones. Según dicen, la mayor parte de la humanidad cree en Dios, sin embargo, los conflictos continúan. ¿Por qué entonces los creyentes no fuerzan a los que mandan a construir un mundo mejor? ¿No será que la ambición y la mezquindad están por encima de cualquier deseo o creencia?
La ambición se disfraza de muchas maneras. Hay gente que se envuelve en las banderas o utiliza los símbolos patrios como si fueran tapas de Coca-Cola, sin embargo, al mismo tiempo que hacen tal despliegue de “patriotismo” es capaz de llevarse mochilas repletas de dinero, siempre dinero mal habido, a los bancos andorranos, suizos o de cualquier otro lugar. ¿Alguien puede creer en el patriotismo de esas personas?
Porque a fin de cuentas ¿qué es la patria? En realidad es una idea, una ilusión construida por los ciudadanos, por la gente sencilla, por los de abajo. Que son los que al final pagan los platos rotos que rompen los de arriba.
Pero escribir sobre el significado del patriotismo no es la idea de este artículo. Eso lo dejamos para mejor ocasión. Comenzamos hablando de la Nochevieja y de los deseos para el año 2019. Sobre todo lo que desearía este humilde junta letras.
Y las pretensiones son bastante modestas. Porque pedir que nos traiga paz, con tantos intereses chocando urbi et orbi, es más una quimera que una posibilidad real. Por tanto, es mejor pretender cosas más cercanas, incluso posibles.
Uno le pediría al nuevo año que nos trajera más decencia política, que hubiera menos manipuladores y menos bazofia informativa, sobre todo de parte de algunos libelos digitales. También que pararan de calumniar, de desprestigiar y de mentir. En fin, que no esparcieran tanto veneno, tantos anti-valores en la sociedad. Un veneno que está haciendo un gran daño en todas partes. Y también a este país.
También uno le pediría que los grupos internacionales, que están adueñándose de la riqueza de todos, frenaran sus ansias enfermizas de apropiación, que pararan de liquidar la clase media y de esclavizar la baja.
Y para finalizar, uno le pediría al año entrante que los gobiernos del mundo desarrollado cambiaran su relato por uno más sincero, más honesto y menos hipócrita. Pero no utilizando ONGs, porque eso no es real ni auténtico, puesto que muchas de esas organizaciones solo sirven de tapadera para encubrir las tropelías de las multinacionales, sino construyendo un intercambio comercial más justo, incluyente –y no excluyente como se hace ahora–, donde no haya perdedores. Así morirían menos personas en el Mediterráneo.
Sí, ya sabemos que algunas de estas pretensiones son prácticamente imposibles. Pero es importante imaginarlas, desearlas, aunque sean utopías. Al fin y al cabo ¿qué es la utopía? Según el cineasta argentino, Fernando Birri, que hizo una definición genial, es un instrumento que sirve para caminar. Así que, sigamos caminando. Y ¡Feliz 2019!