Es hora de regresar al sentido humano en nuestro caminar, por muchas diferencias que aglutinemos unos y otros. Necesitamos, aparte de voluntad para llevar a buen término el propósito de hacerlo, la comprensión y el respeto por la vida de todo ser humano, con la convicción de que únicamente nos hermana una cultura replegada en lo auténtico. Por consiguiente, hemos de reconocer que los liderazgos actuales nos deshumanizan hasta perjudicar nuestra propia continuidad como especie. Cuestión gravísima. Es menester, por tanto, unirnos y enfrentarnos menos, poniendo el énfasis en un desarrollo territorial integrado. Para empezar, propongo que ciudades y pueblos sean diseñados para vivir juntos, cuando menos para facilitar la utilización sostenible de los recursos compartidos. El hombre nada puede aprender sino en virtud de lo que comparte y observa; no en vano, se dice que del escuchar procede la sapiencia y del hablar la contrición.
Sea como fuere, nos recargan los dioses con pedestal y poderío. El camino del endiosamiento de algunos nos lleva a la estupidez. Muchos habrían podido llegar a la cognición si no se hubiesen creído ya suficientes lumbreras. Más humildad es lo que nos hace falta. “Yo sólo sé que no sé nada”, decía el inolvidable filósofo griego Sócrates (470AC-399AC). Andamos bajo esta simpleza de abandono, motivados por la indecencia, dejándonos encantar por las ideologías más inhumanas, convertidos en insensatos, sin dejarse escuchar por la conciencia. Ciertamente, somos más esclavos que nunca en nuestra historia de vida. Vivimos en la apariencia. Y esto no es bueno para nadie, máxime cuando el temporal de injusticias nos acorrala por todos los caminos del planeta. Hemos de ir al fondo del problema. Y lo prioritario, a mi manera de ver, es impulsar el fortalecimiento del estado de derecho y la protección de los derechos humanos. No olvidemos que la necedad es la madre de todos los males. Desde luego, que pudiendo evitarlos, considero que es torpeza aceptarlos.
Por desgracia, nos dominan los parlanchines, a los que les importa nada el espíritu de las gentes. De ahí la necesidad de conciliar sentimientos, de prestar asistencia humanitaria por doquier y de activar la reconciliación entre culturas. Sin duda, lo más deplorable de un linaje es no alcanzar la sabiduría suficiente para ordenar la propia existencia. En efecto, el necio se engaña continuamente a sí mismo, pensando que lo sabe todo, pero en realidad no es capaz de fijar su atención sobre las cosas esenciales. Hace tiempo que hemos perdido el rumbo encerrándonos en nosotros mismos. Ojalá aprendamos a salir de este mundo egoísta que nos aborrega. Hay una obligación moral de buscar ese encuentro de apertura y acogida. No hemos sido creados para vivir en una isla, junto a uno y los suyos, sino para compartir y vivir de nuestra entrega en forma de donación, que es lo que verdaderamente nos hace felices.
Una felicidad que nace de la concurrencia con el análogo. Por ello, hemos de retornar a la sensatez de una responsabilidad compartida para trazar nuevos horizontes que nos encaminen hacia otros modos y maneras de vivir más fraternales. Dicho lo cual, tampoco se puede garantizar una educación universal de calidad, si los diversos gobiernos, las escuelas, los docentes, los padres de alumnos y los organismos privados, o la misma sociedad, no trabajan conjuntamente y en la misma dirección, bajo los criterios esenciales de equidad e inclusión; sin obviar que es, en la familia, el territorio donde verdaderamente se aprende a amar, respirando el calor del hogar. Pensamos, por tanto, que nunca es tarde para hacerse el propósito de afianzarse en la defensa de los valores humanos, aprendiendo sobre todo a querer. Sin amor cualquier dificultad nos sobrepasa y se vuelve inaguantable. En consecuencia, creo que es muy preciso corregir las inclinaciones desordenadas ya desde la infancia para aprender a dominar las propias pasiones y, así, poder traspasar las puertas de la prudencia escogiendo la ocasión, para no caer en la incoherencia con la que a veces nos movemos y cohabitamos.
Hay que educar para el respeto. Solo así podremos convivir. Estamos llamados a entendernos, a restaurar el orden y la legalidad, allá donde se violen las leyes que nos hemos dado entre todos. Tanto la necedad independentista como aquellos nacionalismos que nos aíslan han de pasar página. No tienen sentido en un mundo como el actual. Con esto no quiero decir que aquellos pueblos de singular cultura no protejan su legado histórico. Pero estos legítimos sentimientos han de ser respetuosos también con las reglas de juego democrático, que nos engloba a todos los miembros de una nación. Hablo, naturalmente, del caso español de una comunidad autónoma como la catalana, verdaderamente protegida por los poderes del estado democrático, que vienen actuando a mi modo de ver de manera ejemplarizante, en cuanto a la proporcionalidad de actuaciones y la mano tendida siempre, aunque la paciencia y la prudencia han de tener un límite, para que las instituciones retornen a sus obligaciones constitucionales, recogidas en la norma más importante que tenemos todos los ciudadanos españoles, la Constitución de 1978.
Confieso que es muy dolorosa esta situación catalana, pero la Constitución es norma de normas y como tal hemos de tomar conciencia de ello, pues es lo que garantiza la concordia entre todos, mediante la indisoluble unidad de la Nación, patria común e indivisible de todos los españoles; sin obviar, que se reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran así como el activo solidario entre todas las comunidades. En consecuencia, el gobierno de una Comunidad Autónoma y su parlamento, no pueden ni deben actuar fuera del Estado de derecho. No nos dejemos atrapar por la mentira permanente. Los diversos poderes del Estado están obligados a intervenir y a actuar con todo el peso de la ley. El Presidente del Gobierno, ha logrado forjar un consenso, tanto dentro del país como fuera de nuestras fronteras, de mayoría cualificada para actuar. Precisamente, es la Constitución de 1978, la que nos garantiza la convivencia democrática y el autogobierno. Asimismo, el poder judicial continúa con sus actuaciones.