Es la noticia más comentada. Por los que se enteran siempre de todo y por los que ni siquieran tienen cuenta de Twitter. Moraña ha tenido la desgracia de ser ubicada en el mapa de la misma forma que en su día aprendimos dónde estaban Puertohurraco o Angrois. Geografía del desastre combinada con los mapas de sucesos.
Como si fuera un saludo obligatorio, dos palabras preceden a la charla sobre el tema. “Qué horror”, dicen, antes de empaparse de los detalles del crimen. El ser humano siente esa fascinación por las noticias escabrosas. Lo de la radial, al titular, no vaya a ser que en el imaginario colectivo no hubiera suficiente sangre. Los vecinos, en contra de lo que recomiendan todos los manuales sobre violencia machista que acumulan polvo en las estanterías de periódicos y emisoras, opinan que “era un vecino normal”. Lo de siempre. Si lo de la radial da morbo, la historia de que el supuesto asesino dejó a su mujer para irse con otro hombre, ya ni les cuento.
La noticia es terrible, de esas que hacen correr más tinta aún que sangre, ocupando páginas que preferiríamos llenar con olas de calor, fiestas gastronómicas y rifirrafes políticos. Como siempre, los hechos han de ser cogidos con toda la cautela que no siempre mostramos los periodistas: las prisas y, por qué no decirlo, a veces también las malas prácticas, nos llevan a cometer errores que trasladamos luego a quienes nos siguen.
El asesinato de un niño siempre nos conmueve. Lo hizo el de Adrián y Alejandro, los gemelos de Monte Alto; después, el de Asunta y, ahora, el de Candela y Amaia. Cada uno con sus condicionantes, pero todos terribles. El de Moraña, a falta de más datos, parece ser un acto de venganza del padre contra la madre. Como lo fue el crimen contra Ruth y José, los hijos de Bretón.
En los últimos diez años, 26 menores murieron a manos de sus padres, en masculino, durante el régimen de visitas. Niños y niñas que fueron utilizados por la versión de la violencia machista más cruel y refinada, ultrajados doblemente, como víctimas de un asesinato y como instrumentos para trasladar las heridas a sus madres, que es a quienes querían hacer más daño. La mayoría de las veces, no era el primer golpe que recibían, pero sí el más fuerte. El que las mató, aunque sigan vivas.