En su repicadísima conferencia del martes, el presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, echó gasolina en el inflamable conflicto catalán. No tanto por la reiteración de unos objetivos de imposible encaje en el vigente marco jurídico, sino por el tono conminatorio de su discurso ante un público entregado.
No es nada nuevo que reafirme su lealtad al “mandato del 1 de octubre” (referéndum de factura unilateral a cargo de una de las dos posiciones sometidas a votación). Pero sí son nuevas las cantidades industriales de adrenalina para consumo rápido de los partidarios de la Cataluña como unidad de destino en lo universal. En ese sentido, su discurso del martes se me antojó resistente a los antiinflamatorios y la música de violines.
En cuanto a la reafirmación de su empeño en construir un Estado independiente en forma de república, el discurso no desbordó el terreno propio de la libre expresión y la gestualidad. La aspiración que formula es legítima. Y realizable, por supuesto, pero en el marco de las reglas del juego democrático.
La primera de esas reglas es el cumplimiento de las leyes, porque sin leyes no hay democracia. Sin ley solo hay caos, arbitrariedad y campo abonado para la aparición de caudillismos, como el de Franco, o de narcisismos políticos, como el de Puigdemont, que es quien mueve los hilos para articular la voz y las soflamas del actual presidente de la Generalitat.
En contra de lo que afirmó Torra no es verdad que el “represor” y “violento” Estado español haya planificado ninguna operación para destruir las aspiraciones nacionalistas de una parte de Cataluña. Él mismo y su inflamado discurso es la prueba de su libérrima capacidad de defender ese ideario.
Pero para conseguirlo hay que picar piedra, tener paciencia y fuerza parlamentaria para remover las trabas que impiden romper el principio de soberanía nacional única e indivisible. Y mientras tanto, el independentismo de Torra no pasará de ser como la sociedad sin clases de Willy Toledo. Aspiraciones legítimas, aunque de encaje imposible en el actual marco jurídico-político. Qué le vamos a hacer.
Tampoco es verdad que, como dice Torra, defender la república sea defender a los siete millones y medio de catalanes. Habla en nombre de un sujeto popular que no existe, salvo por expropiación de voluntades ajenas.
La resultante es esa cansina pretensión totalizante (y totalitaria) de la voluntad de los catalanes, hoy por hoy partida en dos. Y un venenoso desprecio de la legalidad vigente (“legalismo autoritario”, dijo), la separación de poderes y el abierto derecho a decidir en las urnas en cada convocatoria electoral