a identificación con los detenidos en la conjura de la “termita” (explosivo utilizado en los fuegos artificiales), en vísperas de una sentencia del “proces” necesariamente condenatoria, es como hacer una barbacoa en un polvorín. Por ahí van Torra y compañía, cuyas declamatorias provocaciones en el Parlament echan leña al fuego. Fueron fogonazos contra “las imposiciones antidemocráticas del Estado español y en especial los tribunales Supremo y Constitucional”. Pero si esa actitud persistiera, los dirigentes independentistas estarían creando las condiciones para volver a la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Pedro Sánchez ya ha dicho que, llegado el caso, no le temblaría el pulso.
Y todo ello solo porque las Fuerzas de Seguridad del Estado y un determinado juez, que ha dictado prisión incondicional contra los siete activistas acusados de integración en banda terrorista, han hecho su trabajo ¿Esperaban Torra y su gente una mirada de policías y jueces ante el hallazgo de un local donde se manejaban componentes para fabricar explosivos?
Si el pacifismo y la fe en la democracia fueran las señas de identidad de quienes defienden la desconexión catalana del Estado, las direcciones de JxC y ERC se habrían apresurado a condenar las intenciones violentas que, a la vista de pruebas tan concluyentes, abrigaban los siete activistas encarcelados bajo graves acusaciones.
Lejos de apresurarse a condenar el uso de métodos violentos en su apuesta política por una Cataluña independiente de España, esos dirigentes han utilizado el Parlament para redoblar su discurso declamatorio contra la “represión” de los derechos civiles y políticos por parte las instituciones del Estado.
Para las fuerzas independentistas de base parlamentaria, la detención de unos activistas sorprendidos en la preparación de acciones violentas en los espacios públicos equivale a la “criminalización” de sus ideas. Ante pruebas tan claras sobre las intenciones de estos “chicos de la gasolina” (así llamó Arzalluz a los jóvenes de la “kale borroka”), a uno le viene a la cabeza la doctrina de Hans Frank, el jurista de cabecera de Hilter que fue uno de los ahorcados tras el proceso de Nuremberg contra los nazis.
Frank plasmó el alcance del supremacismo germano en su famosa excepción moral de los alemanes a la hora de distinguir entre el bien y el mal. Bastaba con ser alemán para quedar exento de esa incómoda exigencia de la condición humana.