Conocí a Francisco Otero ( A Coruña, 1965) –que actualmente expone en la Asociación de Artistas– en los talleres de cerámica de la Escuela Pablo Picasso, dirigidos por el ínclito Anxo, a los que yo también asistía; vi sus manos modelar el barro con gracia y con la pasión del neófito, ideando formas no convencionales.
Aquí hay un artista pensé, pero no sabía que desde fines del 2000 llevaba investigando todo tipo de técnicas, para darle cauce a sus inquietudes creativas y que llegaba allí con una formación y un bagaje de conocimientos, adquiridos en sus estudios de arquitectura en la Universidad de A Coruña, que suelen ser el suelo abonado para que fructifiquen los gérmenes de la vocación artística que uno lleva dentro.
F. Otero sabe lo que es la geometría, lo que es el orden armónico, lo que es la proporción áurea, lo que es la espiral logarítmica, lo que es la belleza y lo que tiene de hazaña la buena arquitectura a la que admira. También ama los sueños que transitan por los puentes colgantes, esos pájaros de hierro que se elevan con casi imposible equilibrio hacia las alturas; ama las estilizadas efigies de las máscaras votivas de Guinea y Angola, llamadas Fang; ama los perfiles de ciudades que aún deben ser diseñadas y que surgen en la línea de horizonte de los mares azules; ama también las luces de ciudades conocidas como Londres o Venecia. Pero sobre todo ama las luces de su ciudad, de nuestra ciudad y pinta, en delicadas entonaciones de gris-azulado, algunos de sus rincones, como la Puerta Real o la Casa Molina, dos notables ejemplos de A Coruña del Ensanche que a fines del siglo XVIII y principios del XIX hizo de nuestra ciudad un modelo de urbanismo.
De estos cuadros, destaca el que pinta de la calle Compostela, un ejemplo de bien hacer, tanto desde el matizado cromatismo de complementarios gris- ocre, como desde el punto de vista de la perspectiva clásica, con un enfoque perfecto de la cinta pizarrosa de la calle, desde la plaza de Mina hasta la línea del horizonte; pero lo más importante no es la perfección técnica, sino un pálpito poético que late en las pinceladas, un lirismo de lejanías. Pues por ahí, por las lejanías, como buen gallego, parece que anda su sensibilidad, en persecución de lo inalcanzable, y cuando la deja fluir libremente surgen cuadros como Tormenta donde todo es pizarrosa luz y sobre todo como Marea, que recuerda una especie de éxodo de una aglomeración humana por los lodosos bajíos de un mar que se aleja. F. Otero intenta también la figuración en Siesta y música que es un homenaje a Picasso y en El año de Cervantes, donde la efigie del eminente escritor se resuelve en dos planos de sombra y luz. Así, a la búsqueda de su lenguaje, transita variados caminos.