cuando era pequeña, solía repetirme a mí misma cada vez que ponía mis manos sobre algún lugar donde sabía que no podían posarse, “Nonona, no toques”. Supongo que era la manera de decirme a mí misma que aquello estaba mal, que debía dejar de hacerlo cuanto antes por mucho que me gustase, así como de intentar hacerles gracia a unos mayores que sabía tenían la autoridad y sentía limitaban casi todos mis movimientos y una buena parte de mi imaginación.
Por aquel entonces rondaría el par de años de edad, rodeada de caballitos de porcelana, figuras chinas y un sinfín de adornos que hoy cohabitan en cajas arrinconadas; hacía creer a todos que sabía la lección, conseguía algunas sonrisas de benevolencia y volvía a mis juegos permitidos después de gozar un rato de los que no lo eran tanto.
Con el paso del tiempo comprendí que en la vida era más sencillo conseguir cualquier cosa con una gota de miel que con un barril de hiel, por eso, me sigue asombrando que haya individuos que opten deambular por sus caminos enfadándose con todo y luchando contra todos para tratar de imponer unos criterios de los que probablemente dudan y que equivocadamente consideran que ya es tarde para despojarse de ellos sin salir heridos.
Y es que, nos guste o no nos guste, -y no solamente en estos tiempos de pandemia-, no hay peor enemigo que nuestra boca. Herimos por lo que decimos y matamos por lo que callamos. La mayoría de las personas, tal y cómo decía el gran poeta Aute en una de sus canciones, son incapaces de quitarse el vestido, las flores y las trampas. Les horroriza la idea de dejarse ver tal y cómo son, sin estereotipos o habiéndolos dado por vencidos, aunque estos hayan condicionado durante muchos años su modus operandi.
La vida es evolución y, quedarse anclado en lo conocido y resguardado bajo la frágil coraza del recuerdo y de la involución, da como resultado seres pasajeros y acobardados que poco tienen que aportar a un progreso que comienza por uno mismo; porque los avances se encuentran escondidos en habitaciones del alma que, de tanto en tanto, es necesario abrir para crecer. Todo cambia a cada rato. Lo hacen nuestras circunstancias y también lo hacemos nosotros mismos; la diferencia de cómo el cambio afecta más a unos que a otros, radica en que los que están acostumbrados a abrir todas las estancias de sus entrañas son dueños de sus miedos y de sus suertes, y aquellos incapaces de abrirlas y aferrados al pasado, son esclavos de sí mismos.
En mi opinión, nunca es tarde para ventilar la casa, para modificar comportamientos sin perder esencia y para adaptarse a las nuevas circunstancias si consideramos que estas merecen la pena. El reconocer errores nos engrandece y el ser capaces de ver la vida desde nuevos prismas, nos proporcionará un nuevo cobijo que llenará nuestra existencia de facetas inexploradas en nuestro crecimiento personal. No podemos ser niños eternamente, refugiarnos bajo excusas, ni escondernos bajo las faldas del pensamiento conocido por temor o tozudez hacia lo nuevo. Permitámonos dar pasos hacia delante en todos los ámbitos de nuestra vida, porque solamente así viviremos sin fantasmas en el armario, seremos personas razonables y llenaremos el mundo de un crecimiento personal más que imprescindible.