Los hijos de Asirón

En el siempre civilizado norte, los hijos de “Asirón” celebran cruel festejo en el que se maltratan buenas bestias del, para ellos, asilvestrado sur. 
Nobles animales, los de lidia, nacidos al amparo del silencio de la larga melancolía de la dehesa y para un fin que cualquier ser en su sano juicio entendería superior al que demandan los trabajos y descansos de los hombres, como pudiera ser el de desposarlos con sus dioses u ofrendarlos al universo en el reverso de ese diáfano espacio donde pacen, o al solo objeto de contemplarlos como si de una obra de arte se tratase. 
Cómo imaginar que se les confunda en el tropel de una estampida propia de medrosas bestias o se críe con el néctar del sosiego a quien se ha de reclamar en las más amargas de las rabias. 
Se preguntarían y, no les faltaría razón, pero es así por la maldad de desearlos nobles en la afrenta con la que deleitar a una marea de coléricos, que en manada claman contra la “manada”, mientras alientan otras, exigen se liberen a los asesinos, ofenden a las víctimas, insultan a los toreros y denigran la tauromaquia en otras plazas. 
Hipócritas criados en la rabia para la mayor de las crueldades, la de la superioridad de la raza y sus derechos. Más os valiera que la égida de razón la portara José Tomas, ese ser de pereza capaz de danzarlos en la plenitud de su nobleza, y no esa fiera testuz que los sume en una ceremonia de confusión propia de acólitos y cabestros.

Los hijos de Asirón

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