Corbata roja, corbata negra

uede que a usted -estará en su perfecto derecho- lo que le voy a contar le parezca un detalle menor, una insignificancia, una puñetería propia de periodista que ya no sabe, ante la magnitud de la tragedia, qué contar. Pero no lo es, creo. España es un país que está sufriendo lo indecible, que ve a sus mayores muriendo a centenares cada día; que tiene que contemplar fotografías de pacientes atestando, tirados por el suelo, las salas de urgencia de los hospitales madrileños (y no solo); que ha tenido que transformar el palacio de hielo, lugar lúdico por excelencia, en una enorme morgue colectiva. Los espectáculos empiezan a ser dantescos, casi de peste en la edad Media. Dígame usted si no es una situación luctuosa: segundo país en número de muertos, casi el doce por ciento del total de fallecimientos en el resto del planeta.
Claro que no es una cuestión solamente de corbatas, no me tome usted por frívolo. Lo que ocurre es que el periodismo a veces se hace partiendo de lo insignificante para mostrar lo sintomático. Y ya nos decían, creo que era Pompidou, que la corbata, o la falta de ella, es un síntoma inequívoco de tus planteamientos ante la vida. Quizá quede ya algo anticuado todo eso. Pero es el caso que, en el último pleno del Congreso, el que acabó ya en la madrugada de este jueves, día en el que el número de fallecidos superó ampliamente los setecientos, ví a Pablo Casado con corbata negra y traje oscuro (creo que Abascal también, pero la realización de la televisión del Congreso no era, lo lamento, demasiado buena). El presidente del Gobierno llevaba corbata de tonos rojizos.
No quisiera que se me interpretase en clave de demagogia: estoy seguro de que Sánchez, y todo el Ejecutivo, llevan el luto, y una inmensa pesadumbre, en el corazón. Son ellos los que más expuestos están, por muchas razones, en esta pandemia, aunque algunos quieran acusarles hasta de tener más facilidades que otros para hacerse las pruebas del coronavirus que a la mayoría tanto les cuesta que les hagan. Entiendo que la salud de nuestros representantes, los que, para bien o para mal, tienen que gestionar esta crisis total, es verdaderamente esencial ahora; de hecho, no cabe sino preocuparse ante la constatación de que, en puridad, todo el Gobierno debería ahora estar en cuarentena. Pero en fin. Lo que ocurre es que, cuando con toda la razón, se reclaman banderas a media asta y homenajes a estos muertos nuestros (y tan nuestros), llevar una corbata rojiza ante millones de telespectadores evidencia, más que una falta de sensibilidad, un descuido, que se tiene la cabeza en otra cosa.
Y conste, repito, que lo entiendo. Es mucha la losa que pesa sobre un Ejecutivo que muestra su bisoñez, y también su buena voluntad, a cada paso. Dicen algunos medios extranjeros, estoy leyendo ahora “The Guardian”, que esto se les ha ido de las manos. No sé si es el momento de recibir lecciones de un país que no está siendo precisamente modélico en cuanto a su gestión de la pandemia, pero no menos cierto es que, por lo que vemos cada día, hay aquí inquietantes destellos que se semejan bastante a un caos. Estamos superados. Y eso no es ya una cuestión de corbatas, o puede que también.

Corbata roja, corbata negra

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