Pobreza y democracia

Resulta evidente que la democracia es un lujo de las sociedades más prósperas y desarrolladas, tanto económica como culturalmente. En situaciones sociales de pobreza extrema o de irritantes desigualdades sociales es impensable que pueda existir un sistema democrático y de libertades.
No es extraño, pues, que la Internacional Comunista haya surgido al grito de “arriba los pobres del mundo” y “en pie los esclavos sin pan”. Efectivamente, con el triunfo en Rusia en 1917 de la Revolución Bolchevique se inicia la llamada “dictadura del proletariado” que en la práctica resultó ser la “dictadura sobre el proletariado” y que duró hasta la Perestroika o Revolución de la esperanza y la caída del muro de Berlín en 1989.
Siendo aceptado, unánimemente, que la pobreza es incompatible con la democracia, es también cierto que la democracia no puede subsistir en sociedades con índices elevados de miseria y pobreza. Más aún, en estos casos suelen surgir los movimientos totalitarios y revolucionarios que, canalizando el descontento y penuria de la población, se oponen al sistema establecido.
Tampoco es aceptable una democracia meramente formal que se recree en una teórica declaración de derechos y libertades, cuya aplicación y disfrute no alcance a la mayoría de la población.
Sin democracia real, es decir, con igualdad de oportunidades y mantenimiento del Estado de bienestar, la democracia carece de solidez y se convierte en presa fácil o caldo de cultivo para el surgimiento de cualquier movimiento de protesta o populismo.
Pero como “no sólo de pan vive el hombre”, aunque sin pan no pueda vivir y “el primun vivere” no puede despreciarse, es lo cierto que si el pueblo tiene voz y voto y es sujeto activo de la política, participando en el gobierno de los asuntos públicos, además de tener garantizado un nivel aceptable de vida, tiene que poseer un nivel educativo y de información suficiente para asumir, con solvencia, la responsabilidad que a todo ciudadano le corresponde. Con esas premisas puede afirmarse que las dos columnas de Hércules sobre las que se sostiene la democracia son, paralela y conjuntamente, la justicia social o bienestar y el desarrollo de su sistema educativo.
La doble exigencia de las cualidades señaladas anteriormente explica que, para mantenerse los regímenes revolucionarios, totalitarios y teocráticos, necesitan una población dócil y maleable por su escaso desarrollo económico y su igualmente precaria formación. Sabido es que la pobreza y la incultura son dos de los mayores enemigos de la democracia; pero reconociendo que no sólo ambas situaciones van de la mano, sino que la falta de cultura es consecuencia de necesaria de la indigencia económica.
Si la democracia es el gobierno de la mayoría y se rige por el principio de “un hombre un voto”, la población debe tener la necesaria formación e información políticas para la elección del gobierno más favorable al interés general, pues el pluralismo político y la opción que comporta, necesita de la adecuada formación y conocimiento

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