Somos presos de nuestras palabras y de nuestras acciones. Y en estos días a Pedro Sánchez se le ha vuelto como un boomerang un tuit de 2016 en el que afirmó rotundo que la responsabilidad de que Rajoy perdiese la investidura era exclusivamente suya “por ser incapaz de articular una mayoría”. También le estará devolviendo el espejo su legítima actitud de no facilitar la investidura de Rajoy mediante la abstención de su partido, algo que ahora él mismo ha reprochado a Pablo Casado y a Albert Rivera. Así que, en palabras de Sánchez, es Sánchez el responsable de su frustrada investidura.
Pero sería reduccionista señalarle como único culpable de la situación que vivimos. Y un punto infantil, olvidar el cordón sanitario de Ciudadanos, la actitud de Albert Rivera negándose a reunirse con Pedro Sánchez para enviarle en el último minuto una carta urgente ofreciéndole una abstención con condiciones que rozaban lo inconstitucional, o la postura bloqueante del PP, que verbalizó su secretario general Teodoro García Egea desde el primer momento cuando anunció que no sólo no iban a facilitar la investidura de Sánchez sino que harían todo lo posible para impedirla. Y, cómo no, la yenka de Pablo Iglesias en la que llegó a pedir a la vuelta de vacaciones lo que se negó a aceptar por ser humillante en el primer debate de investidura. Y ahí se vuelve a cerrar el círculo, porque también es inexplicable que la coalición que ofreció el PSOE a Unidas Podemos haya caducado a la vuelta de dos meses. Ahora los líderes buscan culpables, pero harían bien en mirarse a sí mismos antes de señalar a otros.
Estamos ante la crónica de un gran fracaso. Y aunque cada cual elaborará un ranking de culpables, parece evidente que el fracaso es colectivo. El de una generación de políticos que tienen grandes dificultades para gestionar el nuevo tiempo político que pretendía poner fin al bipartidismo. Lo que digan las urnas el 10 de diciembre nos permitirá medir la cuantía de la factura e identificar a el o los destinatarios. Porque, como ha dicho en la sesión de control el diputado de ERC Gabriel Rufián, la ciudadanía “está hasta los bemoles”.
Y caben tres posibilidades. Que las nuevas elecciones proporcionen un equilibrio parlamentario semejante al que ahora existe, sin que tengamos grandes esperanzas en que los mismos protagonistas consigan entonces un acuerdo de gobierno que ahora han sido incapaces de lograr. Y si lo hicieran, nos quedaría clamar por la irresponsabilidad de quienes han forzado unas nuevas elecciones para llegar en diciembre a donde se podría haber llegado en julio. Puede también que los equilibrios cambien y un puñado de escaños den la mayoría al tripartito de hecho entre PP, Ciudadanos y Vox, lo que dejaría en una situación crítica a Sánchez y a Iglesias. Y cabe una tercera posibilidad: que nos instalemos en un atasco perpetuo si ante un nuevo escenario de bloqueos cruzados ninguno de los elegidos da el paso de someterse a la investidura para poner en marcha el reloj. Suena a ciencia ficción, pero es una posibilidad real, porque a nuestros constituyentes ni se les ocurrió pensar en esa extravagante posibilidad y prever en consecuencia los mecanismos necesarios para desatascar una situación así.