La lucha contra la corrupción

La corrupción, mal que nos pese, es una realidad. Una amarga y lamentable realidad que ha caracterizado, en determinados momentos más que en otros, la vida del ser humano, individual y colectiva. Es una experiencia universal que pese a su constatación en distintas épocas y latitudes reclama un combate que cuando afecta a los fondos públicos, al dinero de todos, debe ser constante, integral e inteligente, eliminando fundamentalmente los espacios en los que germina y crece esta lacerante semilla que acaba por pudrir cuanto toca como comprobamos a diario en tantas partes del mundo, también, y de qué forma, en España. La corrupción, según un reciente informe del G-20, consume nada menos que el 5% del PIB mundial (2017). Es decir, es la tercera “industria” más lucrativa de todas cuantas existen en este mundo. Es una amarga realidad, señala el informe del G-20, que se ceba con las economías desarrolladas y con las subdesarrolladas. 
En la actualidad, la corrupción golpea con fuerza la credibilidad de las instituciones y la confianza de la ciudadanía en la misma actividad pública. No hay más que seguir mes a mes la secuencia del CIS. Es verdad, hoy la corrupción sigue omnipresente sin que aparentemente seamos capaces de expulsarla de las prácticas políticas y administrativas. 
Se promulgan leyes y leyes, se aprueban códigos y códigos, pero ahí está, desafiante y altiva, uno de los principales flagelos que impide el primado de los derechos fundamentales de la persona y, por ende, la supremacía del interés general sobre el interés particular. Un reciente informe de la Comisión Europea sobre la corrupción (2014) pone de relieve que los ciudadanos tienen una idea muy clara de cómo se manejan los asuntos públicos en el viejo continente en este tiempo. 
De entrada, tres de cuatro ciudadanos, según encuestas y análisis propios de la Unión Europea, estiman que viven, que vivimos, en un ambiente de corrupción generalizada. O lo que es lo mismo, que el poder público se administra al servicio, no del interés general, sino de intereses parciales, particulares. Llama la atención, sin embargo, que siendo tan elevada la sensación de que estamos instalados en un clima de corrupción general, la reacción ciudadana sea la que es. El reciente informe sobre la corrupción en Europa refleja que en España, como era de esperar, la corrupción se fragua en el proceloso mundo de la licitación pública, de la financiación de los partidos políticos y, sobre todo, en la gestión local y autonómica del urbanismo. 
No hay más que hacer un rápido estudio acerca del objeto de la multitud de procesos penales y administrativos que sufren tantos y tantos cargos públicos para alcanzar esta evidente conclusión. En este sentido, llama la atención el elevadísimo número de procesos judiciales relacionados con actos ilegales realizados en materia de urbanismo. Una materia en la que la arbitrariedad ha irrumpido con especial virulencia a la busca y captura de toda suerte de recalificaciones, alteraciones o modificación de planes urbanísticos ayudada por un tráfico de información privilegiada que trae consigo pingues beneficios en tiempo record. Una de las razones por las que la corrupción urbanística se ha instalado entre nosotros se debe a la deficiente regulación existente en materia de financiación de partidos políticos. La corrupción en España es una de las principales causas del desapego y desafección de la ciudadanía en relación con la política y con los políticos, con los negociantes y con el mundo de los negocios. No hay que ser muy inteligente para caer en la cuenta de que la corrupción está minando los fundamentos del sistema político mientras unos y otros, políticos y financieros en general, no se atreven a proponer y adoptar las medidas que la situación reclama y que la población exige enérgica y unánimemente. 
Un reciente informe de la Universidad de Barcelona resalta con toda razón que la principal arma en la lucha contra esta terrible lacra social es la transparencia. Una propiedad y característica que todavía entre nosotros brilla por su ausencia. Ni hay registros de lobbies, ni las agendas de los políticos están, en términos generales, a disposición de los ciudadanos. 
Todo lo más se hacen retoques en las webs, en la información oficiosa, que cuando pasa el huracán mediático pasan a mejor vida. También se recuerda en el informe de la Universidad de Barcelona que es muy importante la libertad de prensa y un poder judicial independiente. Por supuesto. Pero lo más importante es que los hábitos y las cualidades democráticas de quienes laboran al servicio del poder público sean firmes y auténticas. De nada sirven las normas y los procedimientos si todavía habita en la mente de no pocos dirigentes una perspectiva controladora de la sociedad, una mentalidad de propietario y soberano de los asuntos públicos. Las cosas, afortunadamente, han cambiado, y mucho. Es más, la población, afortunadamente, ya no tolera la opacidad, la prepotencia y la altanería política y cuándo tiene ocasión lo expresa como puede. 
La lucha contra la corrupción no es solo cuestión de leyes y normas, ni tampoco es cuestión únicamente de palabras y gestos. Es menester que el control, previo y posterior, administrativo, económico y judicial, sea independiente del poder. Y es necesario el compromiso real de los dirigentes públicos y privados con los valores y las cualidades democráticas, con los valores de la ética pública. La batalla no es sencilla ni fácil. Borrar ese magma viscoso y putrefacto que desprenden estas prácticas ilícitas reclama que brille con toda su luz el servicio objetivo a los intereses generales. Los ciudadanos nos lo merecemos, claro que sí. . 

Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de Derecho Administrativo

La lucha contra la corrupción

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