Partidos y crisis política

Una de las causas de la actual desafección que caracteriza la posición de los ciudadanos en relación con la política tiene que ver con la actividad, estructura y organización de los partidos. En efecto, la jerarquía y la verticalidad dominan la escena de la vida partidaria. El que manda o los que mandan imponen sus puntos de vista, muchas veces sin la participación de la militancia, que es “invitada” a compartir decisiones predeterminadas. La elaboración de las listas de cara a los comicios lo acredita en todas las formaciones, también, quien lo hubiera imaginado tras las proclamas regeneradoras, en las más recientes.

Los partidos deben regirse por los principios de la democracia, tal como exige nada menos que la Constitución de 1978. Algo, a día de hoy, como todos sabemos, lejos de ser una realidad. Probablemente porque los dirigentes no están excesivamente comprometidos con la transparencia, con la promoción de la libre expresión de los militantes en relación a determinadas cuestiones polémicas en las que puede haber diversos puntos de vista. Hoy, guste poco, mucho, o nada, los partidos tienden a ser organizaciones pétreas, monolíticas, dirigidas, única y exclusivamente, a alcanzar el poder sin otras consideraciones. No se admiten, ordinariamente, las diferencias y, por ejemplo, se evita cómo se puede que se expresen ideas o argumentos contrarios a la posición oficial, a veces ajena a la identidad de la formación. Por eso los partidos están en crisis, por eso cada vez tienen menos apoyos y, por eso, los nuevos movimientos y formaciones, a pesar de que adolecen de las mismas patologías, han conseguido transmitir un mensaje regeneracionista que en boca de los tradicionales a estas alturas resulta poco creíble.

Un partido político en el que todos piensan lo mismo y lo repiten acríticamente a pies juntillas, sin debate y sin contrastes, refleja una organización autista, incapaz de debatir. Lo que se observa, a uno y otro lado del espectro político, es un ejercicio de sumisión que contribuye a conformar la política como una actividad de fuerte sabor autoritario, al menos en lo que se refiere a los criterios de acción de los dirigentes de los partidos políticos. Una actividad, así considerada, centrada sobre sí misma, aislada de la realidad social porque lo único importante son las cuestiones del poder. En este contexto no es de extrañar que formaciones que plantean, aunque sea demagógicamente y sin expresión real, nuevas fórmulas y más participación estén recibiendo mucho apoyo popular mientras las estructuras tradicionales, en manos de dirigentes autistas, son incapaces de reconocer la realidad. No hay más que echar una ojeada al mundo que vivimos.

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