Una de las muchas cursilerías que tuvimos que sufrir durante la transición política española y los primeros gobiernos socialistas, por los años 70 y 80 del siglo pasado, fue la del talante. A decir verdad, como tantas otras cosas características de nuestra inmadurez democrática, a pesar de su carácter un tanto artificioso, no dejó de tener sus aspectos positivos. Eso del talante venía a querer decir que la vida política se debía caracterizar por las buenas formas, supongo que como parte de eso que vino a llamarse precisamente el espíritu de la transición. Así que bien traído o no formaba parte de los buenos deseos de entenderse entre los españoles, que iniciaban una de las etapas más pacíficas y prósperas de su historia.
Es verdad que si repasamos con detalle las hemerotecas, podremos comprobar que eso del talante en muchos momentos fue más un deseo que una realidad. Pero en el fondo entre los políticos, incluso entre los que ocupaban posturas más enfrentadas, sí que hubo un cierto espíritu de convivencia y de respeto. Si no hubiera sido así no habríamos podido llegar hasta donde estamos.
Ser duro con el contrincante, incluso en algunos momentos agresivo dentro de las normas establecidas, no tiene nada que ver con la descalificación gratuita o el sectarismo. Así parecían haberlo comprendido nuestros representantes políticos de entonces. Por desgracia, como en tantos otros aspectos, aquel espíritu de la transición se fue olvidando o deteriorando. Se pasó de la consideración de adversario a la de enemigo, se cultivó el sectarismo y se mandó el talante al baúl de los recuerdos.
Esto de fomentar el odio entre quienes no piensan lo mismo no es, por desgracia, nuevo entre los españoles. Fue camino ya recorrido en otros tiempos, y todos tenemos en mente cuales fueron sus consecuencias. No creo que hayamos llegado a la polarización y desenfreno de esas otras épocas, salvo quizá en el tema de los nacionalismos, que ya veremos como acaba. Pero la verdad es que el talante de algunos políticos, últimamente deja bastante que desear.
Por supuesto el talante a que me refiero tiene que ser algo compartido, aceptado y asumido por la mayoría. El problema estriba en que algunos dirigentes han decidido utilizar el insulto y la descalificación como arma política, incitando a las bases a que les secunden en sus propósitos cainitas. Llamar canalla, corrupto, vago o sinvergüenza al adversario, como parte de un debate político, no es precisamente una muestra de talante. Nuestros políticos deberían revisar sus postulados, para recuperar el espíritu de la transición. Nada digo de quienes simplemente han venido en los últimos tiempos a sembrar odio y mala educación, solo espero que su postura siga siendo minoritaria y marginal.