Los ilustrados y los enciclopedistas, que fueron los precursores de la Revolución francesa de 1789, demostraron que la pluma puede ser un arma más potente y peligrosa que la espada; sus escritos hicieron saltar en pedazos el Antiguo Régimen. Sin duda, aquella rebelión popular, que acabaría con el feudalismo y el absolutismo, marcaría un tiempo nuevo para Francia y para el mundo. Todavía hoy las notas de la Marsellesa –originalmente llamada “Chant de guerra pour l’armée du Rin”– emocionan a millones de personas.
Pero desde el asalto a La Bastilla de San Antonio han transcurrido más de doscientos años y la libertad en el Viejo continente se vio oscurecida en demasiadas ocasiones. Más de las que debería. Desde entonces estallaron guerras, se implantaron dictaduras, se perpetraron genocidios y, como corolario, se provocaron dos espantosas guerras mundiales.
Es cierto que en los grandes centros culturales de Europa nacieron grandes ideas, pero no es menos cierto que también se incubaron intereses bastardos, colonialistas, incluso imperialistas, que no casaban ni tenían nada que ver con la “liberté, égalité, fraternité”.
Todas esas ambiciones, a pesar de lo que se diga, siguen ahí, latentes, reactualizadas en las agendas secretas de muchos políticos europeos; aunque ahora se solapan en clave de derechos humanos, sociedad civil, corredores humanitarios, etcétera.
La palabra libertad ha sido manoseada en extremo, además de prestarse a muchas manipulaciones. Sin duda, lo ocurrido con el semanario parisino Charlie Hobdo es un acto bárbaro, terrible, reprobable en todos los sentidos, puesto que nadie puede arrojarse el derecho –y menos en nombre de Dios– a quitarla la vida a nadie.
Ni siquiera el propio Estado –aunque la legislación lo contemple– está investido moralmente de tal potestad. No obstante, el hacer uso de la libertad para mofarse de ciertos símbolos, que para un agnóstico o un ateo pueden ser insignificantes, pero no así para ciertos grupos de creyentes, tampoco es aceptable; además de ser una provocación sin sentido, innecesaria, incluso de mal gusto.
No se trata de mutilar el derecho a la libertad de expresión, sino de que primen ciertos principios. Una sociedad sin ética, sin decencia, digamos amoral, no sería una sociedad realmente libre. Sería una colectividad de bárbaros. Desde hace algunos años se utiliza el “todo vale” para conseguir propósitos económicos, incluso políticos, invocando el derecho a la libertad de expresión.
En ciertos casos el tan cacareado derecho se utiliza torticeramente con el objeto de confundir. Cuando se analiza este asunto en profundidad aparecen demasiadas contradicciones.
En Europa existen países (Alemania, Francia, Bélgica y Suiza) en los cuales es delito negar el holocausto, sin embargo, aunque tal negación lo único que intenta es ocultar los crímenes cometidos por los nazis en los campos de exterminio, no deja de ser también un acto de libertad de expresión. A veces se invoca el derecho esa libertad de forma confusa, incluso selectiva.
Hoy los grandes medios de comunicación, junto con el poder político, se solapan entre sí, no son entes independientes como “a priori” pudiera pensarse.
De hecho no existe una prensa –excepto algún periódico pequeño– verdaderamente independiente, por tanto, nada ocurre al azar, todo tiene un fin, un objetivo. La libertad y la democracia están siendo mediatizadas, acorraladas, incluso secuestradas por los grupos de poder. En este mundo globalizado es la realidad que estamos viviendo.
Dentro de este oscuro panorama se construyen y promueven todo tipo de provocaciones –algunas sospechosamente interesadas– para alcanzar algún fin concreto. En esa dinámica alborotadora se intenta anular la capacidad de análisis de los ciudadanos, hasta lograr que se comporten –ante un determinado suceso– de una manera concreta: la que desea el poder.
Es una estrategia sutil, solapada, casi imperceptible, en ella se utilizan palabras claves. Todas ellas en nombre de la “libertad”.