En gritos y susurros Ingmar Bergman captaba, mediante travelling relojes con horas fatídicas para anunciar la muerte la muerte inmediata de un personaje femenino. Descrita con la reconfortante piedad cinematográfica arrancada a una escultura de Miguel Ángel.
También las esferas de los relojes advertían al bueno de Gary Cooper, en “Solo ante el peligro”, que las agujas corrían a la misma velocidad que transcurría la peli. Todo esto de gritos, susurros y tiempos corre parejo con la vida en la ciudad y el pulso de la calle. Automóviles, buses, camiones, motos, taladradoras, martillos neumáticos, patines, alaridos.
Renunciamos al silencio de la aldea y al recogimiento del pequeño pueblo. Y, sin embargo, olvidamos que vemos mejor en la ardiente oscuridad de los ciegos y escuchamos más nítidamente las palabras con sordera íntima.
No obstante, la juventud, siempre disconforme, no se resiste a las risotadas, desgañitarse, gritar al móvil por la calle cuando nadie tiene interés en saber qué dicen. Tal confirma esa maldita plaga de los botellones de fin de semana extendidos ahora a botelloncitos servidos por todos los lugares para que los convecinos no puedan dormir ante la resonancia de cantos, conversaciones, ruidos y otras estridencias.
Y si de aquí –conforme informaba puntualmente nuestro periódico– nos trasladamos a Vigo encontraremos una mujer que disfruta “abondo” con su sonrisa vertical. Gime, parpadea, grita y escandaliza a los convecinos del inmueble donde mora, pues desean que baje la intensidad de decibelios.
Equidistancias paralelas difíciles de resolver. Un vivir sin vivir de nuestra amiga olívica empañada en alcanzar el orgasmo continuado de éxtasis y la litrona de nuestros adolescentes tras el climax de la borrachera estúpida.
Gritos, susurros, silencios...